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Jerez

Leyendo sin prisas

Leyendo sin prisas

Leyendo sin prisas

Terminé la lectura de ‘El estómago de los rumiantes’, la novela de Natividad Montaño, un libro merecedor de muchos lectores que, presiento recorrerán, como yo, la historia contenida en sus páginas con un interés creciente; una historia que se bifurca, como aquella de Borges, en otras historias donde la realidad y la fantasía son mundos fronterizos que se rozan y nos provocan una cascada de sensaciones: el de esa Tata de piel morena y orígenes caribeños que ella cree conservar en la frágil lima plantada en una lata, y a la que seguimos en su peregrinaje de un lugar a otro confiada y a merced de lo imprevisible donde se esconde la tragedia, y el de la Niña ingrávida e invisible a los mortales que recorre estancias y paisajes y observa a los seres conocidos y desconocidos – como el fugitivo que se esconde en la casona, soñando revoluciones que plasma con mano temblorosa sobre el papel, esperando una suerte que se intuye le será esquiva – mientras se pregunta por qué no los termina de dejar atrás. Son estos dos mundos personificados en las voces de la Tata y de la Niña el hilo conductor de esta novela reciente ganadora del XXVII Premio de novela corta 'Salvador García de Aguilar'.

Es decir, el descubrimiento del mundo a través de los ojos inocentes de la niña, y la desaparición de otro mundo ante los ojos llenos de decepciones y desgracias de la Tata. Un libro para leerlo sin prisas como antaño se escuchaban, en silencio y con atención, las historias que los abuelos contaban a nuestros padres cuando eran niños, cuando se tenía tiempo para contar y escuchar, también para soñar despiertos después de leer nuestros primeros libros (instante que de manera tan sugestiva ha sabido plasmar en algunos de sus cuadros el pintor norteamericano Jim Daly).

No tener prisa no solo es una recomendación, es lo que merece un libro como este del que hablamos, es lo que merecen también sus historias marginales, algunas de ellas promesas de argumentos para nuevos libros como la de Miss Catherine, esa cantante de ópera en un trasatlántico que seguía la ruta de Liverpool a Valparaíso y un insospechado día terminó en Cádiz; o la de la biblioteca del abuelo José por la que teme la niña, pues en días tan azarosos leer a determinados autores es un peligro más; o la que nos lleva a conocer a Dominga la negra, una morena nacida en Bristol y que tras muchas vicisitudes y oficios termina por estos lares de la campiña jerezana sirviendo a doña Visitación, solterona que vive sola en una antigua mansión en la que alquila habitaciones para sobrevivir.

Los tiempos son duros para los lectores apasionados, y son ellos los que no dejan sumirse en el olvido a tantos escritores y escritoras a los que el mercado editorial condena a la invisibilidad. Estos lectores que no se conforman con las listas de novedades con las que nos bombardean o atestan de forma efímera los escaparates de las librerías, que leen sin prisas, son los que con el boca a boca logran que no nos dejemos llevar por la corriente generalista. Sin duda es ‘El estómago de los rumiantes’ uno de esos libros con los que en un golpe de suerte un lector apasionado se topa muy de vez en cuando, y que en definitiva son los que nos hacen seguir creyendo en la literatura. 

Sangre, sudor y sexo

“Padre (¡mi hijo!, posición de alerta) ¿cómo van esas “novelitas” (la ironía se mastica) con las que os entretenéis tu amigo Ramón y tú? Yo no les veo mucho color, sinceramente (ahora le ha dado al niño por la crítica literaria). Mira, sin ir más lejos, a Carmen Mola con ‘La novia gitana’ y dos o tres más y ya tienen el premio Planeta”. “Ahí te ha dado, father -mi hija, ¡extrañamente de acuerdo con el hermano! ¡el mundo al revés!- Y tiene toda la razón. En vuestras novelas se echa en falta más sangre, descuartizamientos, dos o tres hachazos en la yugular… (mi hija viniéndose arriba), que cuando el lector abra la novela le salpique…”, “y sexo -interviene mi hijo, con la única neurona que dicen que tenemos los hombres en plena ebullición-, que el pobre inspector Castilla le dé una alegría a ese cuerpo, que se enrolle de una vez con Lina y se peguen un buen revolcón, de esos que se le quitan a uno las penas del sentío” (mi hijo también viniéndose arriba).

Después de esta lluvia de ideas familiar me acordé de cierta intervención de un director de cine (o era productor, no sé ni dónde ni a quién se la oí), que aseguraba que la base del éxito de una película estaba en las escenas de cama. Quizá este señor, e incluso mis hijos tengan razón, y no hay mejor fórmula para atraer a lectores y espectadores que una buena ración de sexo con sudor y unos buenos litros de sangre, que salpiquen de entre las páginas o corran pantalla abajo. En cualquier caso, halagar la rijosidad o la morbosidad del público con fines exclusivamente comerciales me parece falsear la literatura y el cine y engañar a los incautos o excesivamente morbosos, más cuando detrás del sexo, de su sudor, y la sangre no hay nada consistente, ni un buen guion, ni una buena intriga, ni siquiera un mínimo hilo narrativo y un diseño de personajes que salven la historia. “Entonces, padre, ¿qué? -insiste pertinaz la neurona de mi hijo- de sexo en vuestras novelitas ni hablamos”, “y de sangre menos, ¿no, father?”, mi hija que le ha dado hoy por la casquería. Pues creo que no, porque la sangre es muy escandalosa, y el sexo mejor en directo que en diferido. José López Romero

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