¿Misa dominical sin homilía?
Con verdadera pena – como sacerdote, como teólogo y como liturgista – he escuchado en estos últimos tiempos las alabanzas que dirigían algunos fieles, en mi opinión piadosos, a una misa que se celebra los domingos por la tarde y en la que las monjas del convento a que pertenece aquella iglesia cantan maravillosamente pero el sacerdote celebrante no predica la homilía, y todo indica que no predica la homilía no porque el obispo le haya quitado la licencia de predicar o porque él por alguna especie de flojera no quiera hacerlo sino por indicación de las propias monjas que le han dicho al sacerdote que ellas en su congregación tienen la norma de que el sacerdote no predique, lo que sí permiten si el celebrante es el obispo.
Personalmente no he ido nunca a esa misa en ese convento, y en realidad suelo ir poco o nada, porque una vez acudí invitado por el prelado a la celebración de una hora menor y como dicha celebración me pareció más bien un trisagio oriental que la celebración de una hora menor según nuestra liturgia vigente, la Liturgia romana, decidí no acudir más a ningún acto que se programara en dicho convento. Naturalmente no dije nada, porque el prelado estaba presente y él nada dijo, y si el prelado se calla ante un hecho así, yo no soy nadie para hablar, ya que en la Iglesia cada cual tiene sus propias obligaciones, y velar por la disciplina de la Iglesia y el evitar abusos y exigir el cumplimiento de las leyes eclesiásticas es tarea del Obispo, según dice expresamente el canon 392 del Código de Derecho Canónico.
Pero el sacerdote sí puede responder a las consultas de los fieles, diciéndoles cuál es la disciplina de la Iglesia, y es lo que hago con este breve artículo respondiendo a quienes me han manifestado su extrañeza de que en una misa dominical para el pueblo sistemáticamente se omita la homilía.
La tradición anterior al Concilio Vaticano II y que todos los que pasamos ya de los setenta hemos conocido de niños era que la homilía la decía solamente el párroco, no los demás sacerdotes, en la misa mayor parroquial de cada domingo. El párroco se quitaba la casulla después de recitado o cantado el evangelio y subía al púlpito, situado en mitad de la iglesia para que los fieles pudieran oírle, y desde el púlpito predicaba su homilía. Mi párroco, el de Santo Domingo, de Sanlúcar, Don Antonio González, que tenía el genio fuerte pero el bolsillo muy abierto para socorrer cuanto podía a los pobres, y que montó un comedor parroquial donde daba de comer a varios cientos de niños en las épocas más difíciles del año, fue el primero a quien vi adquirir un equipo de megafonía y, terminado el evangelio, le ponía el sacristán la sede en medio del presbiterio, se sentaba el párroco en la misma, sin quitarse la casulla, le acercaba el sacristán el micro con un pie alto, y sentado pronunciaba durante diez o doce minutos, nunca más, una espléndida homilía, explicando el mensaje del evangelio del día. Empezaba por contarnos en castellano el evangelio que acababa de leer en latín y de espaldas en un lado del altar. A mí me siguen resultando inolvidables sus homilías, que tenían gran aceptación popular porque la iglesia de Santo Domingo, que es un hermoso edificio, se ponía de bote en bote.
Digamos que, no obstante la costumbre de tantos sacerdotes de no predicar en las misas antes del último Concilio, el Catecismo Romano, dirigido a los párrocos, y mandado componer por el Concilio de Trento, catecismo que fue editado al fin por San Pío V, dice con toda claridad en su num. 52 que no es la sola administración de los sacramentos el fin del sacerdocio sino la predicación de la palabra divina para la adecuada instrucción de los fieles , y se remite al profeta Malaquías 2, 7 donde se dice que los labios del sacerdote custodiarán la ciencia y de su boca se espera la enseñanza de la ley por ser un mensajero de Dios.
El Papa Venerable Pío XII insistió en la encíclica Mediator Dei en que el sacerdote no puede limitarse a administrar los sacramentos sino que está llamado a difundir la palabra divina.
El Concilio Vaticano II, en su Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros punto 4, dice que los presbíteros tienen “como deber primero anunciar a todos el evangelio de Dios”. Y un poco más adelante da la razón: “Porque por la palabra de salvación se suscita la fe en el corazón de los que no creen y se nutre en el corazón de los creyentes…”
Por ello el Concilio Vaticano II en su Constitución sobre la Sagrada Liturgia (punto 52) recuerda que la homilía es parte de la misma liturgia, es decir no es algo ajeno a ella que se le añade o puede añadir, y manda “que en las misas que se celebran los domingos y días de precepto con asistencia del pueblo, nunca se omita si no es por causa grave”.
El Código de Derecho Canónigo, promulgado por el Beato Juan Pablo II, siguiendo al Concilio establece en el canon 767 que la homilía destaca entre las formas de predicación y que está reservada al sacerdote o diácono, y que debe haber homilía en todas las misas de domingos y días de precepto que se celebren con concurso del pueblo. Y el Venerable Pablo VI en la Ordenación General del Misal Romano (3 de Abril de 1969) en el punto 42, además de decir la obligatoriedad de la homilía en los días señalados, dice que “la homilía la tendrá regularmente el mismo celebrante”. Se impide, pues, al celebrante cumplir con un sagrado y primordial deber cuando en las misas de domingo y días de precepto se le impide pronunciar la homilía.
Cuando esas monjas dicen que tienen un privilegio pontificio para que el capellán no predique la homilía ni a la comunidad ni a los fieles asistentes, mi respuesta es que tengo que ver ese privilegio anticonciliar y antilitúrgico para creérmelo. Mientras tanto mi consejo como sacerdote, como teólogo y como liturgista es bien neto y claro: si veis que en un convento o en cualquier otra iglesia la misa dominical y festiva se dice sistemáticamente sin homilía no vayáis a esa misa, por muy bien que canten esas monjas o por muchas macetas y ramos de flores que adornen esa iglesia.
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