"Pedí licencia, pero no me la dieron"
Inés Iglesias, propietaria del mosto clausurado en Cuartillos, reconoce que carecía de permisos, pero señala que no los obtuvo pese a "rogarlos" porque le pedían escrituras, "algo que nadie tiene en el pueblo"
El cierre del 'Mosto de Inés' en Cuartillo ha supuesto un serio revés a nueve personas que tenían allí su sustento. Su propietaria, Inés Iglesias, no engaña a nadie y reconoce que lo que empezó siendo un despacho de mosto con alguna que otra chacinita y unos arencones en un plato terminó por convertirse en un lugar donde se ofrecían comidas camperas tan de la tierra como la berza, el menudo o las tagarninas esparragadas. "Esto fue creciendo, creciendo y creciendo y se llegó a lo que se llegó".
Tras segurar que ha llorado "todo lo que tenía que llorar y más", la dueña del 'Mosto de Inés' se considera una víctima más de la cañada, ese terreno público sobre el que se asienta desde hace años todo Cuartillos y que provoca a los vecinos problemas para cualquier gestión, más aún cuando se trata de una licencia de apertura. Todos los vecinos tienen casas que disponen del estudio del arquitecto pero carecen de algo esencial: las escrituras. La carencia de esas escrituras es lo que ha provocado que pese a solicitarlo decenas de veces desde el Ayuntamiento de Jerez se le haya denegado -asegura Inés- el permiso que faculta a su poseedor a vender mosto mientras dura la temporada, es decir, tres o, a lo sumo, cuatro meses. Es lo que en la zona rural de Jerez se conoce como la 'licencia pecuaria', que faculta a su poseedor a vender mosto en origen.
Inés confiesa que cuando ella y sus ancianos padres decidieron hace tres años ponerse a vender mosto y chacinas los fines de semana lo hicieron "para poder tirar para adelante y no para comprarnos un piso en Valdelagrana, esto lo hicimos por verdadera supervivencia", señala a este medio mientras recuerda los precios en el clausurado mosto: "50 céntimos un vaso de mosto, 80 un refresco y 5 euros una bandeja hasta arriba de cualquiera de los platos que servíamos".
Los buenos productos que sacaba de la cocina su madre, Carmen Domínguez, provocó que la voz se fuera corriendo como la espuma y que el medio centenar de mesas estuviera ocupado ya fuera sábado o domingo. "Las colas de gente esperando eran normales y de la forma en que se podía se les iba atendiendo". El trabajo de los primeros años sirvió para que el esposo de Inés montara el chozo que ahora mismo se encuentra desamparado y vacío, al igual que un bonito parque infantil donde hasta hace poco jugaban los hijos de los clientes, no sin antes haber pasado por la caballeriza y visitado a las gallinas.
"Aquí -apunta Inés Iglesias- hemos tratado a la gente con mucho cariño y les hemos ofrecido lo mejor de nuestra huerta y lo mejor de nuestra cocina. Eso es lo que les hacía volver. Muchas veces preguntábamos a gente del Ayuntamiento que venía a comer por aquí y lo que nos recomendaban era que no montáramos escándalo y que siguiéramos trabajando en silencio".
La buena marcha del negocio provocó que el fin de semana en que se clausuró seis personas además de Inés y sus padres trabajaran en el mosto, ya fuera cocinando o sirviendo mesas. "No engaño a nadie si digo que yo sabía que este negocio no iba a ser eterno, pero quiero dejar bien claro que hemos hecho todo lo posible para obtener dicha licencia y por la situación irregular de todo el pueblo nos lo han negado. Incluso les dije que estaba dispuesta a hacerme autónoma, pero ni por esas. Son nueve empleos que se han perdido, y algunos más que se podrían haber creado. Ha sido una verdadera pena".
La situación de los empleados que trabajaban en el 'Mosto de Inés' "es igualmente dura pues la mayor parte de ellos se ganaban un dinero que era prácticamente el único que entraba en sus hogares hasta que nos cerraron".
El establecimiento -que pasó los controles de Sanidad- fue clausurado por la Delegación Municipal de Urbanismo y propuesto para una sanción que en breve conocerá la propietaria del establecimiento, algo que le causa verdadero temor. "No sé con qué lo vamos a pagar porque lo que sacábamos aquí era lo justo para poder tirar adelante". "Yo sé -añade- que lo que hacíamos no era reglamentario, pero no era por gusto. Era por necesidad. Aquí hemos pasado hasta miedo, viendo inspectores donde no los había", dice mientras de reojo mira unas instalaciones que los últimos tres años "nos han dado la vida".
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