Aquella Plaza de Plateros
Jerez en el recuerdo
Junto a la panadería, la frutería de Mariano Ramírez, místico y recordado cofrade. Plaza toda ella de doble circulación en una de cuyas aceras había una parada de taxis.
SENTADO en el velador de una cervecería bajo la mirada de la siempre vigilante Torre de la Atalaya, una imaginaria máquina del tiempo me trasladó hasta aquella otra Plaza de Plateros de antaño, cuando la misma era lugar de obligado paso, ágora ciudadana, centro comercial abierto e imaginario patio de una casa de vecinos. Una plaza a la que nuestros antepasados llamaron a lo largo de los siglos del Ajaifar, del Rollo, de las Vendedoras, de los Mercaderes, de la Berceras y otros nombres más que ahora no recuerdo.
En la quietud y el silencio de aquel mediodía me recreé en todos y cada uno de sus edificios, recordé a mi padre con su impoluta bata blanca colocada sobre una impecable camisa dejando asomar una bien colocada corbata, y su medio siglo elaborando fórmulas magistrales como encargado de aquella farmacia que el recordado Onofre Lorente Roldán fundara en el primer tercio del pasado siglo y ahora cerrada para siempre. Justo al lado de la botica, una panadería, la de Consuelito, mujer alegre y salerosa como ninguna, cuya madre, Isabel, estuvo una vez empestillada en emparejarla con mi progenitor cuando éste apenas tenía 18 años. Cosa que no consiguió, puesto que él se enamoró de una niña llamada Catalina que vivía arriba de la farmacia, la cual a base de bajar muchas veces para llamar por teléfono consiguió su propósito.
Junto a la panadería, la frutería de Mariano Ramírez, místico y recordado cofrade, uno de los más afamados vestidores de imágenes que hubo en Jerez. En la puerta contigua, la tintorería Amaya con su encargada Lolita Calle, una mujer de bandera como se decía antes. Un poco más allá Borga, de Bohórquez y García, donde se vendieron los primeros motocultores mecánicos y los primeros Vespinos. O aquel Bar Victoria, regentado por Enrique, un gallego 'suigenéris' con el mejor café de Jerez y que por no complicarse mucho sólo tenía una marca de vino: el fino Gaditano, así como dos únicas clases de tapas: filete a la plancha y caballa en conserva.
En frente, junto a la torre de la Atalaya, la barbería de los Manolos como yo les llamaba, donde siempre había antológicas tertulias en las que se hablaba de todo en animado coloquio. Aquellos tres Manolos eran totalmente desiguales, uno alto y delgado, otro bajito y rechoncho, y el tercero menudito y poquita cosa. El gordo muy hablador y el bajito que repetía con sorna el final de las frases que el primero decía.
En la otra acera, la Papelería Salido, del padre de los Salido Freire, con el Sr. Bárcenas como encargado de toda la vida y el artista Pepe Guerra como ayudante. Junto, el almacén de comestibles de Agustín Pina, que más tarde sería la tienda donde se vendieron los primeros colchones de muelles, el Colchón-muelle 'Sema'. Pegado a este comercio uno de muebles de un tal Camacho, del que jocosamente se decía este slogan: "Para antes y después del gazpacho Muebles Camacho". Siguiendo por la misma acera, la relojería y platería 'Roán' de Rosarito Lorente y Angelita Lorca donde compré a plazos mi primer reloj marca Dogma. Una vieja droguería donde había de todo, la Droguería España de D. Antonio Jiménez Canto, gran profesional del ramo y al que muchos llamaban con el cariñoso apelativo de 'Don Cumplido' por su excesiva amabilidad hacia los clientes.
Rebasando la estrecha calleja de Álvar López, la imprenta y litografía de Salido, a su vera el puesto de chucherías y baratijas del recordado Miguel, ahora en manos de sus hijos. Y donde dejar el viejo bar Recreo, regentado por dos hermanos, Antonio y Manolo, este último conocido por todos como 'El Pájaro', buenísima persona y servicial donde los hubiere, con un torrente de voz que se le podía oír en toda la plaza, apelativo que nada tiene que ver con el que hoy conocemos como persona poco dada a la honradez, sino porque así se le llamaba en otros tiempos al pretendiente de alguna muchacha. Una tía mía me aseguraba que dicho mote se lo puso ella cuando éste andaba pretendiéndola.
Por fin, donde hoy está la cervecería El Gorila, la Magistratura del Trabajo, donde su magistrado, D. Eduardo Mozón, resolvía los conflictos laborales a la vez que cuidaba amorosamente de su único hijo afectado del síndrome de Down, un joven que siempre permanecía sentado tras los cristales del cierro de su balcón. En el lateral de este edificio y en el solar que dejara una casa derribada, unos puestos en los que se vendían periódicos, pescado y churros. En la acera opuesta, un popular tabanco, el 'Número Uno' con su tabernero Juan de toda la vida y el mejor 'Maestro Sierra' fresquito y servido en vasucos a su genuina clientela. A su lado, la carnicería de Nicolás Ballesteros con su siempre desbordante aroma a buenos chicharrones.
Plaza toda ella de doble circulación en una de cuyas aceras había una parada de taxis, posiblemente los mejores y más modernos de la ciudad. Recuerdo los nombres de algunos taxistas como los de Paco Fernández, Berro, Chica o Coiras. Y siempre rondado por allí, sobre todo por el tabanco del 'Número Uno', el 'Pestiño' un simpático y ocurrente limpiabotas, adorador empedernido de buenos y frecuentes vasos de fino o de aguardiente.
Una plaza con un incesante ir y venir de gente, con un comercio bullicioso, alegre y animado, en la placidez de unos tiempos en los que no había prisas, y en los que su encantadora gente formaba parte de una auténtica y unida familia. Hoy, con el cierre de la farmacia Lorente ya sólo queda del pasado de aquella Plaza de Plateros el viejo puesto de chucherías de Miguel al cobijo de la vieja Torre de la Atalaya. Jerez ayer, nostalgia.
También te puede interesar
Lo último
Contenido Patrocinado
Contenido ofrecido por Restalia