Recuerdo de ultramarinos, tiendas, puestos y puestecillos de antaño
Jerez, tiempos pasados por Juan de la Plata
Los ultramarinos son las modernas tiendas de alimentación que, en tiempos más lejanos fueron llamadas, también, tiendas coloniales, porque en ellas se vendían productos procedentes de nuestras lejanas colonias de ultramar. Paseamos por los barrios de Santiago, San Miguel y San Pedro
HAY veces en que la pequeña historia de un pueblo, de una ciudad, se puede escribir con sólo recordar cosas, escenas, momentos y anécdotas vividas, en tiempos pretéritos; porque ya dijo alguien que recordar es volver a vivir. Y nuestras calles, nuestros barrios, están llenos de viejas historias que muchos de nosotros, sobre todo los que ya peinamos canas, hemos vivido en nuestra niñez o juventud. Por eso es bueno que, de vez en cuando, echemos una mirada al pasado y recordemos tiempos vividos, sitios por los que pasamos, momentos más o menos gratos, o personas que conocimos y que no olvidamos. Para eso, para volver a vivir. Que no todo en la vida ha de ser presente o futuro. Porque también el pasado forma parte de nuestra propia historia personal.
Y hoy, nuestra memoria va a merodear por tiempos de los ya lejanos años cuarenta, cincuenta y posteriores. Y vamos a pasear por calles de los barrios de Santiago, de San Miguel o San Pedro – o como a Liaño le gustaba llamarlo La Albarizuela- , y vamos a entrar en viejas tiendas de ultramarinos, también llamadas anteriormente almacén de coloniales, cuando muchos de los productos que entonces se consumían llegaban de las colonias de ultramar, que es de donde proceden las palabras “colonial” y “ultramarinos”, ahora, modernamente sustituidas por otra tan prosaica como “alimentación”. Los ultramarinos eran productos alimenticios que nos llegaban de más allá del mar, especialmente de América y Asia, de donde venían generalmente especies como la canela y el azafrán, aquél que nuestras madres adquirían en pequeñas carterillas o en preciosas cajitas de lata decorada.
Al lado de los almacenes o tiendas de ultramarinos, que eran las más completas y mejor surtidas, como por ejemplo la de Pepe Cabeza de la Cruz, en la plaza del Arenal, número once, llamada “La Aduana”, que tenía de todo, existían las llamadas tiendas de comestibles, y las abacerías que eran las más modestas y menos surtidas de todas. Una de estas, “El Número 8”, la más famosa, estaba en la calle Bizcocheros; muy cerca del almacén de “El Istmo”, de Ignacio Fernández, el almacenero que tanto ayudara, en sus comienzos a Juan Antonio Romero, y del almacén de ultramarinos de Juan Andrades, hermano creo de don Anselmo, el viejo párroco de San Pedro, que hacía esquina con la calle Doctrina. Y más abajo, al final de Bizcocheros, en la esquina con Gaspar Fernández, otro gran almacén, surtidísimo, el de mi amigo y gran empresario Paulino García Segura.
En la calle Arcos, para no dejar tan pronto La Albarizuela, más abajo de la antigua Casa de Socorro, estaba el almacén de la familia de mi querido amigo Carlos Ceballos Cuevas, quien vivió conmigo una curiosa anécdota juvenil, allá por los años cincuenta, que algún día contaré; y todavía más abajo, antes de llegar a la antiquísima Posada del Matadero, frente al viejo bar de Pacheco, en la esquina de la calle Don Juan, donde paraban los autobuses de línea que venían de Arcos y de Ronda, otro viejo almacén de otro buen amigo mío, Juanito García Orihuela, bellísima persona, con quien solía encontrarme, de vez en cuando, en “La Oficina” de Juan Luis Núñez “Venturita II”, que más que oficina era un pequeño bar, donde su dueño servía las mejores tapas, algunas de las cuales yo bauticé con nombres tan curiosos como “Penitentes de Santiago”, a lo que no era más que medio huevo duro, con mayonesa y una tira de morrón por lo alto.
Pero volvamos a Santiago, a la plaza popularmente llamada del Arco, donde estaba la carnicería de Manolo, el primero que vendió en Jerez carne de caballo, y el almacén de Joaquín y Rosita, un matrimonio encantador de los que usaban, como antiguamente todos los almaceneros, el típico baby de crudillo. En la calle de la Merced había una tiendecilla, una abacería, creo, de una señora bajita y exageradamente pechugona, a la que un día escuché lamentarse de que Dios no le hubiera dado hijos, estando como estaba tan bien dotada para criarlos. En la esquina de Santiago con la calle de la Sangre, era muy popular el llamado Almacén de la Fuente, de un montañés, cuyos hijos fueron y son amigos míos. Y, enfrente, en la esquina con Jardinillo, donde ahora está la pescadería del cantaor Joaquín el Zambo, estaba la lechería de Reguera, a la que había que ir muy temprano, para hacer cola, antes de que abriera y despachara, en jarras o botellas, aquella blanquísima leche sin pasteurizar, de la vaca al consumidor, que tenía sobre el mostrador en grandes barreños de estaño y que tan buena nata hiciera, después de hervirla en casa.
En la esquina de Juan de Torres, con Lealas, recordamos el viejo almacén de Faustino, otro montañés; porque los montañeses se establecían, por lo general, en esquinas de calles que les resultaban más comerciales para sus negocios, algunos de los cuales, o su mayoría, eran mitad tabanco, mitad tienda de comestibles; modalidad prácticamente desaparecida de nuestro callejero, hoy día. Y frente al callejón de la Rendona, el almacén de Julito, quien también vestía el clásico baby. Y, a su lado, en una pequeña accesoria, el famoso puesto de La Tonta, que se llamaba Teresa y que, con su hermano, ambos muy ancianos, vendía toda clase de cacharros de barro, macetas, lebrillos, zambombas chicas y grandes, estropajos, aljofifas, carrizos, y algarrobas, palozul y sorpresas para los chiquillos, que configuraban su principal clientela.
Enfrente, esquina a Rendona, estaba la tienda de frutas y verduras de Guzmán, y en otra accesoria, más grande de la misma casa, donde vivió Manolito Ríos, estaba el freidor de un gallego, llamado Manuel Cabaleiro Taboada, donde mi amigo Manolito Pérez y yo íbamos cada noche a comprar, por un duro, un papelón de chocos fritos calentitos, para cenar. Curiosamente, recuerdo que tanto el gallego del freidor, como Faustino el del almacén de enfrente, lucían en su dentadura un diente de oro que a mí, de niño, me llamara siempre la atención. Pasando a la plaza San Juan, esquina a la calle Justicia, recuerdo el refino de Pepita, otra pechugona señora, rubia, a la que yo le compraba pliegos de soldados y casitas recortables, para jugar en casa. A dos pasos de ella, el pequeño almacén de Ángel Gutiérrez Mantilla, hermano de Federico, el que tuvo el célebre bar “La Española” de la calle Larga, donde yo participara en tantas tertulias flamencas, con Parrilla el Viejo y otros amigos; y en las amenas tertulias taurinas de don Julio Luque, a las que asistían Alfonso Calle, Carnicerito, y otros taurinos.
En la plaza Plateros había tres quioscos de madera, frente al tabanco “El Núm. 1” y la carnicería de Campito, ocupado uno de ellos por un puesto de churros, otros por el modesto freidor de mi amigo Felipe Benicio, y el kiosco de Antonio Ceballos, que vendía, compraba y cambiaba tebeos y novelas populares de la Biblioteca Oro, del Coyote, y aquellas inolvidables novelas rosa de Corín Tellado, la mujer que más dinero ganó con la literatura, en nuestra patria; otras colecciones de la época. En fin, que otro día daremos un nuevo paseo, para seguir recordando cosas y casos de nuestro querido Jerez en tiempos pasados.
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