Jerez íntimo

Una copa de jerez en la obra de Grosso

La lluvia arrecia. La sevillana calle Orfila hoy no puede descorrer sus cortinas de sol. Sobre los cristales de estos ventanales salpica un añejo soniquete machadiano. Decidimos hacer un receso en la reunión de trabajo. Bajamos al abrigo del café con leche. A un colega se le antoja chocolate con calentitos (léanse churros de media tarde). Alguien dice que el invierno comienza la primera vez que enchufamos el calentador para ducharnos. La frase suena a meme de andar por whatsapp. Se hace la tertulia, como entretejiendo las palabras de un mosaico vanguardista. Salta de sopetón la temática literaria. Y la moto de polvo que la amnesia colectiva deposita sobre algunos escritores hispalenses ceñidos al olvido. En el debate participan tres sevillanos, un gaditano y un jerezano (dícese quien suscribe). La nómina de autores crece en la conversación inversamente proporcional al número de calentitos que van restando sobre el papelón salpicado de lunares de aceite…

Este servidor vuestro y de nadie más aporta un par de nombres: José María Izquierdo y Alfonso Grosso. La misión (vital) de los vivos es mantener a flote la obra (cenital) de los muertos. Sostengo esta aseveración como una premisa incluso idealista. Máxime si la obra se legó en forma de publicación escrita. Ya lo enfatizó el propio Izquierdo: “Son los libros cosas vivas… Recogen en sus páginas la sangre preciosa y vital de un genio o de un ingenio, y la preservan para una vida que supera a su vida”. Para mí tengo que Alfonso Grosso es uno de los más talentosos escritores barrocos del siglo XX en lengua castellana. Novelas como ‘Florido mayo’ -Premio Alfaguara-, ‘Guarnición de silla’ o ‘Ines just coming’ así lo atestiguan. De su estilo narrativo podría decirse lo mismo que Gómez de la Serna del acento de Quevedo: “Ha hecho sabedores de la letra a todos los que entienden de esta manera de escribir”. O Aldo Viganò del lenguaje cinematográfico de Claude Chabrol: creador “de culto pero no engreído, formalista pero nunca esteta, prolífico pero nunca indiferente, fascinado por la realidad pero nunca naturalista”. No podríamos asegurar a pie juntillas si Grosso fue un novelista incomprendido en una sociedad de mentalidad cambiante como la propia de la década de los setenta. En ‘La buena muerte’ -finalista del Premio Planeta 1976- parece referirse a sí mismo cuando escribe: “Barroco en su redacción, realizado por un conocido poeta local, su estilo, elegante, atildado y conceptual, no dejará sin duda de llamar la atención de los lectores, particularmente interesados en las hojas de acanto, los floridos vergeles y las rumorosas enramadas de las sureñas y rutilantes prosas tan mal comprendidas aún hoy, y peor interpretadas en las cereales labrantías de la adusta y recia Castilla”.

Quizá pocos sepan -y de ello he hecho partícipe a mi amigo José Luis Jiménez- que Grosso defendió a ultranza la nombradía del jerez como emblema cultural de la más excelsa Andalucía. E incluyó repetidas veces el vino jerezano en las páginas -exuberantes de metáfora- de su bruñida y fecunda obra. Anotadas las tengo a buen recaudo. Dato que de seguro también interesará sobremanera a Manuel Fernández García-Figueras para su constatación en la sección periodística que tan atinadamente firma y rubrica. En la calle Orfila se habla del jerez y de Alfonso Grosso: esto es: del maridaje de un brindis certero con la narración más lírica que épica. La temática ha saltado por casualidad y nosotros, los imprevistos e improvisados contertulios, asumimos el papel receptivo a modo de título novelesco del propio Alfonso -libro cuasi reportaje con el que obtuvo el finalista del Premio Planeta 1978-: ‘Los invitados’. Hora de proseguir la sesión de trabajo. La lluvia cesa. Queda en la mojada atmósfera sevillana el tributo a un escritor que, como la filigrana andaluza, siempre se debatió entre lo trágico y lo lúdico.

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