Las anfetaminas y mi primer beso

El psiquiatra suizo Carl Gustav Jung (1875-1961).
El psiquiatra suizo Carl Gustav Jung (1875-1961).
Jesús Rodríguez

07 de febrero 2016 - 01:00

DON Juan dio un sorbo a su café y después me pasó el periódico: -Lea, lea, lo que dice aquí sobre el amor…

Se trataba de una entrevista a un tal Michael Donaldson, experto en neurología y bioquímica. El periodista le preguntaba por qué el corazón incrementa su ritmo cuando aparece inesperadamente la persona a la que amamos. El entrevistado respondía: "En la fisiología cardiovascular existen dos parámetros: la presión hidrostática y el gasto cardiaco, unidos entre sí por una relación de proporcionalidad. En función de ella, en el casos que usted plantea, se acelera el órgano". Pensé: "Llama al corazón 'el órgano'. No entiendo bien la respuesta, pero me da que nada tiene que ver con el romanticismo con el que yo me imagino el encuentro entre dos personas que se quieren".

La siguiente pregunta se refería a la razón por la que los años convierten a la pasión en un sentimiento dulce y sereno. El entrevistado respondía que "las culpables son unas moléculas llamadas endorfinas…" Imaginar el pasmo de quienes leeríamos su respuesta le debía de dar alas, porque, sin pregunta de por medio, Donaldson empezó a contar que el primer síntoma del enamoramiento, el embeleso, no es otra cosa que un mero impulso biológico producido por la feniletinamina, un compuesto orgánico de la familia de las anfetaminas… "¿Anfetaminas?" -se me escapó en voz alta-. A continuación, sin embargo, venía lo peor: aquel hombre afirmaba que la feniletinamina tiene una duración máxima de cuatro años, por lo que ese es el tiempo que, como mucho, dura la pasión en el amor.

Cuando levanté la cabeza, desconcertado, descubrí la sonrisa de don Juan:

-Sí, eso dice ese hombre: anfetaminas. ¿Duro, eh? Imagínese la cara de Baltasar de Alcázar, Becquer, Salinas, Neruda y no sé cuántos poetas más si supieran que esos amores apasionados que inspiraron su poesía, en realidad duraron lo mismo que dos cosechas de perejil; el resto del tiempo, la locura de amor que creían padecer era simple quimera, un producto de su imaginación.

-Pues si tuviera un espejo -contesté- sabría qué cara: la misma que se me ha quedado a mí. Comprendo que un científico trate de discernir qué hay de realidad y qué de imaginación en todo para descubrir la verdad, pero…

-¿Ah, pero usted cree -me interrumpió- que la realidad es lo contrario de la imaginación?

Yo no sabía qué responder. Él siguió:

-Le voy a demostrar que se equivoca con las razones, no de un científico, sino de un filósofo: Jung… Prescindamos de la realidad porque ambos sabemos lo que es, pero ¿y la imaginación?: para él es una función trascendente en la que los aspectos conscientes e inconscientes de la psique se unen en un nuevo nivel…

Mi cara debía de ser un puro interrogante, porque Don Juan siguió:

-Comprendo que Jung no es fácil de entender. Voy a intentar explicárselo más claramente: para Jung, cuando imaginamos, nuestra mente y nuestro corazón perciben como si fueran una misma cosa… Dicho de otro modo: que la imaginación es el pensamiento del corazón.

-"El pensamiento del corazón" -repetí-. Se nota que en su mente, tan racional, echó buenas raíces la poesía… Pero volvamos al principio: me llama la atención que a usted, hombre de ciencia, le choque la consideración puramente científica del amor que tiene ese tal Donaldson. Que yo sepa, usted siempre ha tenido una confianza plena en la ciencia.

-Por lo menos de niño, sí -respondió él-. De hecho, pienso que mi inclinación por la ciencia vino de esa época, cuando era incapaz de creerme, si no cabían en mi razón, la mayoría de las cosas que decían mis padres o mis profesores. No se lo creerá usted, pero aquel dudar de casi todo me tenía muy agobiado… Poco después entonces encontré a la ciencia: sus principios básicos, que no admitían discusión, me daban una confianza que no me inspiraba la Filosofía, en la que unos filósofos defendían con argumentos lo que otros, también con argumentos, negaban.

-¿Y todavía hoy -le pregunté- mantiene esa fe en la ciencia? Lo digo porque los avances tecnológicos han puesto en entredicho muchos de esos principios.

-Desde luego que no -respondió él-. Aunque mi desconfianza en la ciencia no es de hoy, sino de muy antiguo… Tendría yo unos trece años. Y la culpa fue de las sirenas.

-¿De las sirenas? -repetí-

Don Juan sonrió. Bebió un sorbo de café y dijo:

-Sí, de las sirenas. En aquella época andaba yo tan obsesionado por ellas que después del colegio acudía a la Biblioteca Municipal en busca de obras que trataran sobre ellas… Recuerdo -y a don Juan se le dulcificó la mirada- que mi preferida era Morgan, que apareció, allá por el siglo VI, al norte de Gales, y que en algunos almanaques antiguos figura incluso como santa. Pero su caso no es el único: se cuenta que, en 1403, otra sirena consiguió introducirse a través de un dique en la ciudad de Haarlem, y que en ella vivió hasta su muerte. Aunque desconocía el habla, dicen las crónicas que aprendió a hilar y que veneraba la cruz con un extraño misticismo… Sin embargo, todo cambió cuando tendría yo unos trece años y leí una obra titulada "Los mitos bajo los ojos de la ciencia", en la que se demostraba que, por puras razones fisiológicas, es imposible que las sirenas existan… Ahí comenzó mi separación de esa forma de conocimiento que considera que la imaginación y la realidad son conceptos antagónicos, y que si se quiere saber si Homero mintió al referir la historia de Ulises y las sirenas hay preguntarle, no a un mitólogo, sino a un médico. Me sentí conmocionado. Comprendí entonces que tan malo era creerse todo a pie juntillas, como no creer en nada que no estuviera refrendado en un laboratorio… Y empecé a perder mi confianza ciega en la ciencia.

-Comprendo que se sintiera conmocionado entonces, porque así me acabo de sentir yo al leer a ese tal Michael Donaldson. Ahora va a resultar que todo ese montón de sensaciones que se me agolparon en el pecho cuando di mi primer beso, tenía más que ver con las pastillitas de Centramina que tomaba algunas noches para estudiar, que con todas las cosas maravillosas que yo contaba en el poema que esa misma noche le escribí a mi novia… ¡Tes quí puí ya, Migué!

Don Juan asintió y apuró su café.

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