Entrevista

Las aventuras del doctor Tony

  • Un rosario de recuerdos de la intensa vida de Antonio Agarrado Porrúa, el primer cirujano plástico de la provincia. Lleva a sus espaldas más de cincuenta años de trabajo y unos 70.000 pacientes. 'El jerezano es coqueto'.

 Cuando el doctor Tony se formaba en la universidad americana de UCLA, en Los Ángeles, quedaba maravillado oyendo las transformaciones de rostro a las que se sometían los capos de la droga de los sesenta. Recordaría a Bogart, aquel preso huido de San Quintín  que cambió por completo su apariencia en ‘La senda tenebrosa’ para descubrir al hombre que le encerró en prisión.

Esto ocurría a principios de los sesenta y Tony no era ningún médico americano. Era un jerezano. Tal cual.  Moreno, de mediana estatura y tez ancha. Se llamaba Antonio Agarrado Porrúa, entonces un cirujano plástico que había obtenido una beca Del Amo para formarse en Los Ángeles y Nueva York. Pero hasta entonces, y para comprender esta historia, habrá que trasladarse…

 

…A Jerez, donde el monaguillo Antonio de la Escuela San José de La Salle muestra unas excepcionales cualidades para sanar a animales moribundos en el campo de su abuelo José Porrúa. El niño repetía que no quiere ser médico, que quiere ser cirujano y, allá que va a Sevilla para estudiar Medicina. Sería un gran cirujano, se pensó. Luego saltó a Madrid. Comenzó trabajando en el hospital de la Beneficencia, y por méritos propios, metió cabeza en la Clínica de la Concepción, que dirigía por entonces una autoridad en esto de la cirugía, el doctor Carlos Jiménez Díaz, quien le facilitó a los dos años una estancia en el hospital de Bangour, en Edimburgo, para que completara su formación, ya como cirujano plástico. El hombre resultó ser un prodigio. Aparece más tarde en Washington, la Universidad de Los Ángeles y Nueva York, donde retomamos la historia.

–¿Y usted operó a algún artista de cine? 

–A Robert Taylor le operamos los párpados. Y también la nariz a multitud de actrices de teatro, pero que no eran nada conocidas. En aquellos años, estaban de moda los estiramientos de la piel del rostro pero, sobre todo, la nariz.

–¿Y a algún mafioso?

–Nunca. Pero me ocurrió algo muy raro cuando me enviaron una vez a una pareja… Los dos eran altísimos, se ponían en el 1,85, ella con unos pelos… una nuez... A mí no me gustaba nada eso. Charlamos algo en inglés y entonces salta la mujer, se levanta la falda y dice: ‘Yo vengo a solucionar este problema’. ¡Uff! Y la otra: ‘Sinvergüenzas!, ¡Váyanse de aquí!, ¡A la calle!, ¡a la calle!’ Y la que iba vestida de mujer: ‘Excuse me. I’m a lady (soy una señora)!,‘¡Fuera!’ ¡Soy la señora O’Connor!...’ Me acordé entonces lo que me dijo mi jefe médico en Edimburgo, mister Wallace, antes de ir a Norteamérica: ‘Tony, no caigas en los cantos de sirena norteamericanos porque allí, el único dios es el dinero. Y verás a cirujanos de grandísima categoría que hacen barbaridades.

–Usted pasa de cirujano general a plástico, ¿no es así?

–Es que cuando llevaba unos dos años en Madrid, oí hablar del cirujano plástico, que le ponían a los quemados unos injertos de los muslos  en la cara y el tío se iba curado a los quince días. ¡Y nosotros esperando meses! Entonces descubrí el trabajo del doctor Rafael del Pino Corral. Me quedé impresionado. Y decidí ser cirujano plástico. Conseguí estar con él como ayudante en la Concepción, que era lo mejor que había entonces, hasta que mi jefe, el doctor Alonso, me consiguió una beca en un hospital de Edimburgo. Era para tres meses y me quedé dos años. Mi jefe fue entonces un auténtico maestro, el doctor Wallace, o mister Wallace, como llaman los ingleses a los médicos de categoría. Recuerdo que siempre me decía: ‘Tony, eres el primer español que ha venido a aprender y no a corretear a mis enfermeras’. Para mí, Edimburgo es importantísima en mi vida. Allí fue también donde conocí  a mi mujer Tinina,  que andaba con un grupo de extranjeros aprendiendo inglés.

– Pisa los Estados Unidos. ¿Cómo fue la llegada?

–Catastrófica. Cuando llegué en avión me preguntan si tengo algo que declarar.. Dije que no. Miran los papeles, esto, lo otro… Abren la maleta y ven una cajita con tres pisacorbatas de oro, típicas de Jerez. ¡Bueno! Me acusan de contrabando y casi me devuelven en el avión a España. Alguien me esperaba y logró aclararlo diciendo que eran unos regalos o algo así… El mismo día, mi compañero de habitación me llevó a unos grandes almacenes y, de pronto, vi a dos mujeres que salían con bolsas de papel grandes hasta arriba, tapadas ya. Y yo veía que se la iban a dar contra la puerta de salida. ¡Y la puerta se abría sola! Fíjese, ¡ni en Londres había visto yo eso¡, ¡ni en Londres! Entonces, les grité: ‘¡No!, ¡no!’  Mira, yo no sé de dónde coño salieron que ya estaba yo en el suelo, con el pie de un policía en el pescuezo, el otro con la pistola a medio sacar y pisándome los riñones. Y yo en inglés: ‘¡Era para que no chocasen contra la puerta! Señora, ¿yo le he molestado?’ ‘No, no’, decía. Yo ahí abajo todavía. ‘Usted sólo nos dijo ‘no, no’. ‘Mire usted, les dije. Cojan mi pasaporte... Acabo de llegar. En fin, al final se solucionó.

–Y en 1964 vuelve a Jerez.

–Vuelvo por consejo de mis padres, muy religiosos, y del hermano Joaquín, un limosnero de San Juan de Dios que me convenció diciendo que por qué los niños americanos o madrileños contaban con un buen médico y los niños de Jerez no podían hacerlo. 

–¿Cómo era el hermano?

–Yo lo recuerdo desde los doce años. Me iba al campo con mis abuelos y él siempre aparecía por ahí con un chófer y una furgoneta que le prestaban.  Venía para pedir. Siempre hacía un show. Mi abuela Milagros le preguntaba: ‘¿Quiere usted una cerveza?’ ‘Mire, mejor ese botijo…’ Mi abuelo tenía un botijo de agua muy fresca… Y luego; ‘Doña Milagros, ¿hay huevecillos?’ ‘Pasa tú mismo, mira a ver y dejas algunos para esta noche para hacer una tortilla’. Volvía y decía: ‘Doña Milagros, hay dos gallinas que están muy malas’. ‘¡Uf’, decía ella. ‘Eso es peligroso. Cógelas con cuidado y las pones cuanto antes en un puchero…’ ‘Doña Milagros, ¿y cómo anda de trigillo y maíz? Se lo digo para dárselos a las gallinas antes de sacrificarlas...’ ‘¿Y de cochinillos cómo andamos? Es que hay uno que está como cojo, doña Milagros...’ Y así, seguía y seguía.

–Estábamos en Jerez.

–Bien. Cuando volví, mi padre me sugirió que me despidiera del doctor Jiménez, que fue más o menos mi ‘prócer’, aunque él podría creer que lo veía para ocupar mi plaza. Mi padre me insistió: ‘Tienes que quedar como un hombre’. En fin, fui a Madrid, lo vi y me preguntó: ‘¿Cuándo te incorporas?’ ‘No, doctor, es que vengo a decirle que me voy a Jerez’. ‘¿Que te vas a Jerez?, ¿que vas a tirar por la borda toda tu formación y trabajo? Tú, que eres uno de los mejores’. ‘Es que se lo he prometido a mis padres. Y además, voy a trabajar con los Hermanos de San Juan de Dios’. ‘¿Cómo?’, gritó. ‘¡Si aquí ganas de 200.000 a 300.000 pesetas! Y, ¿allí qué te pagan?’. ‘Nada’. ‘¿Cómo?’ ‘He pensado que por las tardes abriré mi consulta privada y de eso viviré. Y si no me va bien, me ha prometido mi padre que él me ayuda’. ‘¡Tú estás loco!’, me contestó. Salimos entonces el doctor Adolfo Romero y yo a almorzar. Adolfo me dice: ‘Mira Antonio, yo no sé qué decirte, hijo, pero yo me he arrepentido a veces de venirme de Sevilla a Madrid. ¿Tú te crees que yo siempre como en el mismo sitio y no saben quién soy ni cómo me llamo?, ¿que en la clínica hay bedeles que ni me conocen? Por eso, algunas veces me he arrepentido. Aquí, cochazo parriba, cochazo pabajo, no veo a mis hijos, ni  a mi mujer... ¡Véte a Jerez, véte con los tuyos! Si además, ¡tu padre te va a ayudar si no te va bien!’

–¿Cuál fue su primera operación estética?

–La recuerdo perfectamente. Era una niña de Arcos de dos o tres años que se llamaba Anita Fernández Reyes. De chica había metido la mano en una copa y la mano le encogió. En Arcos le llamaban ‘la niña de la mano de la pata de gallina’. Parecía enteramente. Le hice varias operaciones, injertos dedo a dedo y recuperó su movilidad. También hice muchos labios leporinos y fisuras de paladar.

–¿Y me decía usted que tras cincuenta años y unos 70.000 pacientes tratados, nunca tuvo una queja por alguna nariz u oreja que saliera mal?

–Sólo tuve una que finalmente gané. Operé a una niña muy mona de 18 años pero con las orejas muy prominentes.  Y la familia saltó ya, que si no tenemos dinero, que si patatín, que si patatán... Yo, lo que quería, es que al menos los dos primeros días estuviera ingresada. En fin, que la madre me convenció, que la niña no saldría... El mismo día que la operé volvió a su casa. Pero a los dos días vino a curarse y veo que el vendaje no estaba como debía. A mí no me gustaba eso. Veo que una de las orejas está muy bien, pero la otra tenía una infección tremenda. Le mando antibióticos y todo eso, y ‘si quieres arroz Catalina’. Le llevé luego a la farmacia de al lado para que le vieran la pus que tenía. Y me dicen días después que han tenido que mandarla a Barcelona, que tenía una ‘kleibsella’, un germen cogido en el hospital. Yo le seguí administrando antibióticos; la oreja mejoraba poco a poco; la otra, perfecta. Entonces, la madre empezó a echarme cojones: ‘Que si esto tarda mucho en curarse’, ‘que si yo lo estaba haciendo bien...’ Y le dije: ‘Mire usted, señora; aquí pasa una cosa muy rara. Esta niña tiene una infección en la oreja de un germen que se coge en los hospitales, pero no donde yo la he operado, sino en el hospital de Jerez. ¡Este es un germen del hospital de Jerez! Y la madre, llorando... ‘Ay, por Dios, la niña...’ Y entonces, estaba allí una prima de la niña que dice: ‘Sí, tú fuiste a ver a tu abuelo al hospital cuando murió’. O sea, que la niña, al día siguiente de la operación, ¡hay que ver!, la niña fue a ver a su abuelo en el hospital. Y le dije a la madre: ‘Señora, con todos los antibióticos y medicinas que le he puesto, ahora voy a ser yo el que te demande’. Ella, llorando: ‘Don Antonio, es que la niña me engañó...’ ‘¡Y usted me prometió que la niña no saldría! En fin...

–¿Usted es también un médico de pobres?

–Yo no le he negado la consulta a nadie. Y menos a los gitanos de Jerez. Por aquí además han pasado de todo, toreros, pintores, artistas... De todo.

–A los gitanos, nunca.

–Yo es que tengo una ramita chiquitita...  Y ellos vienen con mucha confianza. Recuerdo que cuando empezaba en el Sanatorio estaba ingresado el Tío Borrico, que me decía: ‘Sobrino, convíame a una copita...’ Todos los días tenía que convidarlo. Y cuando una vez vino a Jerez Juan de Dios Ramírez de Heredia, el diputado gitano, me llamaron los gitanos y me presentaron como si yo fuera gitano, gitano, gitano. Yo es que era pariente de la Chati Méndez, hermana de la Manuela, que se casó con Rafael Agarrado; ‘Chicharito’ también es familiar mío. A mí siempre me han querido mucho los gitanos y el que puede, me ha pagado, y el que no, pues no.

–¿Iban a retocarse?

–No. Iban por cualquier enfermedad. Pero es que, al final, me ponían en un compromiso, porque yo a los médicos jóvenes no los conozco. Y me decían. ‘Mira, primo, que me va a operar el doctor tal. Pero hasta que no me digas tú que es bueno, yo no me opero. Y tenía que estar yo buscando.... Fulano, ¿tú conoces al doctor tal? Y, al final, le decía ‘¡que sí, que es un fenómeno, que te operes!’ Y cuando estaban con la próstata, les decía que no era mi especialidad pero que les mandaría a alguno bueno: ‘Eso, eso, primo, a quien tú me digas’.

–Por la consulta han pasado mujeres y hombres a tutiplén...

–Es que en Jerez, la cirugía plástica no estaba muy avanzada. Yo era un verdadero especialista en operaciones de nariz. He operado de nariz a muchísimas mujeres y a algunos hombres, y a muchas les he dejado preciosas.

–Ahora parece que se demandan los pechos.

–Porque eso da más complejo a las mujeres. Una fea nunca se ve fea;  el día que se ‘compone’ un  poquito, sale ella chuleando... Ahora, la pobrecita que no tiene tetas... ¡O las que tienen muchas!

–¿El jerezano es muy coqueto?

–Ahora más que antes. Cuando se corrió la voz sobre mis operaciones de nariz, yo hice infinidad. Más que de pechos. Después operé mucho de caderas... pero mis narices han competido con la de cualquier otro cirujano.

–¿Le han pedido una nariz igual que la de una actriz concreta?

–Me lo han pedido y no se debe hacer. Cuando operaba narices en América, estaba muy de moda Natalie Wood, ¡qué cosa más bonita en ‘Esplendor en la hierba’! Y a las jovencitas de entonces, que si la niña era mona le regalaban los padres un descapotable; que era feílla, una operación de nariz. Y a todas les ponía la nariz de Natalie Wood. Y el doctor Planas, que vino conmigo a Los Ángeles, decía: ‘Por Dios, si esto no es una cirugía plástica, esto es un mamarracho... Si todas estas niñas parecen primas hermanas...’

El primer cirujano plástico de la provincia se jubiló, o mejor dicho, le dieron pasaporte a los 65 años inesperadamente cuando  seguía trabajando en el Sanatorio de Santa Rosalía. Sin embargo, Antonio continuó con su consulta privada hasta muchos años después. Ahora, casi al borde de los 82 años, ya retirado, los achaques le mantienen en casa. Nos citamos el pasado martes y el hombre estaba en un ‘ay’ por una dichosa rodilla, descansando sobre un enorme sofá en el que podía acomodar sus piernas.  Las piernas. Desde ahí, este hombre divertido habla y habla de su apasionada existencia con una prodigiosa memoria que dejó en su detallado libro ‘Memorias de un bisturí’, una deliciosa vuelta a su vida. Pues ahí está ese orgullo de la medicina local, al que unos quinientos compañeros arroparon hace años en su congreso para agradecerle su buen hacer y la brecha que abrió en Jerez y la provincia.

–Bueno. Ya que hemos acabado. Obsérveme. ¿Qué me quitaría?

–Le quitaría del tabaco... Y también algo de nariz...

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