Los más fuertes del 'sherry'

· Curiosidades sobre los arrumbadores, los obreros más duros y esforzados del mundo del vino · Eran los imprescindibles; sin ellos, no era posible el proceso de crianza del vino · En las entrañas de su vida y trabajo

Los más fuertes del 'sherry'
Los más fuertes del 'sherry'
Redacción / Jerez

21 de octubre 2012 - 01:00

Volvemos a la bodega. Pero a esa bodega, tan singular, de mediados del pasado siglo. Entraremos en una bodega alejada de oficinas y la viña, el lugar donde 'se cuece' el arte y los misterios del vino. Sin sus profesionales, nada sería posible en este negocio. Y hablaremos de sus protagonistas, capataces y arrumbadores, su forma de vida y trabajo. Y escogemos los 50 y 60 por dos razones.

Explicaré por qué: Primero, porque los años cincuenta supusieron el resurgimiento de la industria doméstica bodeguera, 'tocada' por la Segunda Gran Guerra, que había paralizado todo el comercio internacional. Y después y más importante aún, porque es en los sesenta cuando se redescubre el jerez en sus mercados internacionales. El escritor inglés y 'abogado del sherry' en las islas británicas, Julian Jeffs, vino a trabajar a Jerez en una bodega en 1956 y contaba que se topó con dos acontecimientos que removieron las antiguas tradiciones del mundo del vino, muy consolidadas: El rebrote del negocio de los almacenistas y la irrupción en el sector de una abeja que andaba aún a gatas.

La tranquila ciudad se desperezaba en medio de una gran hambruna y una acuciante falta de recursos. El sindicalista José María Gaitero siempre recordaba a su padre, "que en los tiempos del hambre tenía que 'distraer' alguna que otra botella de vino para, a falta de comida, poder echarse algo al coleto". Era el vino como alimento.

Volvemos a la bodega, donde las cuadrillas de arrumbadores se entregaban a diario en las faenas y donde el capataz era el rey. Capataces los ha habido a miles, siempre al mando, exigentes y disciplinados, dotados de un sentido olfativo muy desarrollado, con gorra de campo calada y un fajín en la cintura que le protegía del lumbago en las labores más duras de la faena, no se fuera a quedar 'quebrao', como llamaban a los trabajadores dañados por algún sobreesfuerzo. Un buen capataz, por lo general ya bien entrado en años, debía ser el más experimentado y sabio. Luis Valle Saborido, ahora jubilado pero activo como un chaval a sus 70 años, trabajó 37 años en Sandeman y llegó a ocupar el puesto de capataz. Antes de dar ese paso, recibió las clases de José María Ramírez sobre enología y microbiología. El hombre era un portento y en su memoria guarda pequeñas porfías con David Sandeman y otros empleados sobre vinificación o el proceso de crianza de las que siempre salía airoso.

Es curioso. Pero los capataces son así; exhiben su infinito saber, no se jactan pero esperan un reconocimiento. Le pasaba lo mismo al capataz de Emilio Hidalgo, Manolo Nieves, que contaba lo siguiente: "Aquí han llegado hasta ingenieros de infiltración. Recuerdo a un alemán, que me dijo: 'Manolo, esto filtra'. 'Mire usted -le contesté-, le voy a demostrar que no es así'. Y llevaba razón Manolo. Entonces fue cuando, con cierta humildad, reconoció el alemán: 'La experiencia puede siempre más que los estudios".

El capataz supervisaba con celo el trabajo de su cuadrilla, que componían en bodega el encargado de cuadrilla, dos oficiales y un 'aprendizón'. Eran mocetones fornidos, en cuerpo de camisa, arremangados y con una faja negra ceñida a los riñones que iban de un lado a otro con sus jarras de metal.

Entretanto, velaba el capataz por el montaje de las andanas de tres y hasta cuatro, la sustitución de las averiadas, su carga y descarga en medios de transporte, el rociado, el trasiego de botas y otras faenas que requerían enorme esfuerzo y habilidad. Estamos hablando de los arrumbadores, los obreros más fuertes del mundo de la vid. Sin su trabajo duro y diario, el proceso de crianza del vino no sería posible. Su existencia no fue efímera, pero la modernización los borró súbitamente del mapa.

A modo de tradición, las bodegas trasladarían en septiembre ese oficio perdido a los nostálgicos Concursos laborales de la Vendimia, donde reñían en buena lid y con mucha competitividad las cuadrillas de arrumbadores de las principales casas. Previamente, un arrumbador de cierta edad y experiencia enseñaba las tácticas de manejo al joven capataz, que trasladaba antes del concurso a su cuadrilla. Sobresalía un hombre entre todos: Su nombre es Paco López-Cepero Mendoza, profesional polifacético que conquistó infinidad de premios en las modalidades de venenciadores, arrumbadores, catadores y hasta en el muy raro y difícil, como poco conocido oficio, de marcador a bojo.

González Byass, como la mayoría de firmas, ejercía hacia su personal una política de paternalismo, dulcificado, en algunas casas, con unas gotas de cristianismo. La bodega dispuso de un economato que surtía al personal de productos básicos a precio de costo, que luego completaba la bodega, o se surtían de ropa y, más adelante, de la línea blanca de electrodomésticos. Y cuando González pactó un acuerdo con Seat, la ciudad se llenó de 'seiscientos'. Las bodegas contrataban por ley los aconsejables servicios de constructoras que vendían viviendas al 20% de su personal con una forma cómoda de pago. Desde el siglo XIX, la bodega del 'Tío Pepe' ya contaba con un médico de empresa y un practicante, que atendían en ocasiones a familiares del trabajador.

Por supuesto que los hijos tenían preferencia para cubrir la vacante dejada por los padres. González hacía otra gran labor: a la muerte de un trabajador, la empresa contrataba a su joven hijo o colocaba a su viuda en el embotellado. En los casos de avanzada edad, la bodega le asignaba a la mujer una pequeña paga.

Y he oído contar a nuestro particular 'gentleman' Paco Pérez, el paraguas de proteccionismo con el que la bodega Domecq amparaba a sus empleados: "Disfrutaban de un economato en el que encontraban productos a mitad de precio; promovían ofertas de becas de estudios para aquel que demostrase que su hijo tenía hechuras para llegar hasta el Bachillerato o la Universidad; siempre en la bodega había un médico y un ayudante, que asistían incluso a la parentela del personal y ofrecían una enorme facilidad para acceder a una vivienda digna.

Más cosas: El horario laboral era partido en esos años: De 8 a 12 de la mañana y de 2 a 6 de la tarde de lunes a sábado inclusives, cuando recibían la paga semanal. No se conoce con exactitud la cantidad de cobro del arrumbador. Sólo existe, al parecer, la referencia que el 'Pope del Sherry', Manuel María González-Gordon, menciona en su libro 'Jerez-Xèréz-Sherry': 9 pesetas y dos céntimos mensuales, aunque ese dato no nos vale al ser anterior a 1936. Inicialmente, el personal contaba con dos pagas al año, la del 18 de julio y la extra de Navidad. Las bondad de los primeros convenios laborales, que en ocasiones recogían un aumento de hasta el 25% en los salarios, estableció más tarde y junto a las anteriores, las medias pagas de enero, marzo y septiembre, cubriendo así las necesidades de cada etapa del año.

Hay otro dato curioso: En los crudos años que siguieron a la contienda mundial, las bodegas no podían dar abasto a toda la demanda laboral. Se estableció entonces lo que llamaron el 'alternar'. Las bodegas decidieron que la mitad de la plantilla alternase los días de la semana con la otra mitad de los trabajadores. Esta fórmula frenaba en seco los datos de pobreza y miseria.

Las cuadrillas seguían con sus faenas. Las había verdaderamente duras y complicadas. El 'puente' era una de ellas. O sustituir un palo base sin quitar la andana. Pero una de las cosas que verdaderamente traía de cabeza al capataz era la 'distracción' del vino.

Cierto es que en las bodegas de esa época se bebía, y mucho, aunque no dejaba de ser un problema poco grave. Entre otras cosas, porque no todos bebían. La picaresca se extendió y se idearon varios métodos para hacerlo.

Los arrumbadores disponían de la conocida 'bota del gasto', exclusiva para el personal, que se arremolinaban a su alrededor y de la que bebían un vaso en un receso en el trabajo matutino. Hablaba Luis Valle de esa peculiar bota: abrían la canilla, se servían y volvían a cerrarla; sonaba entonces un 'click' del que estaba atento el capataz. Por eso, al servirse los más pícaros, en lugar de cerrar la canilla, mantenían el dedo cerrando la salida y disfrutaban de otras copas extras sin conocimiento del capataz. A otra fórmula le apodaron la de 'el mono': una pequeña botella anudada a una cuerda que los arrumbadores metían por el bojo de la bota y bebían a placer lo que se les antojase. Lo hacían principalmente en lo más alto de las andanas, donde se sentían más seguros a la vista del capataz.

Y, por fin, otra -ésta más burda quizás- consistía en aprovechar el tubo utilizado para el trasiego entre jarras del vino, que iba directamente a los estómagos siempre que se terciara. González fue una de las bodegas que trató de cortar por lo sano con la costumbre: Cada día, a la salida del trabajo, obsequiaba al operario con una botella. Que no quería botella, se le entregaba un vale del que obtenían un dinerillo intercambiándolos cada fin de semana.

Se cuenta la historia del operario de Domecq que un buen día salió de aquella manera en su bicicleta ocultando una botella en su cuerpo. La caída en la Cuesta de Espíritu Santo fue brutal, de espanto. Desde el suelo, el hombre se palpó el estómago y notó algo líquido. Entonces, se le oyó decir: "¡Que sea sangre, dios mío, que sea sangre...!"

Se pensaba en aquellos días que el trabajo en una bodega era para toda la vida. Pero la temida Fenwick y la tecnología echaron por tierra esos sueños desde finales de los sesenta. Años después, los funestos setenta, el 'sherry' se enfrentaba a sus peores momentos.

Y de los arrumbadores, nada más se supo. Pues mira qué cosas, tío.

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