Mi historia de dos ciudades

Ramón Clavijo

10 de julio 2023 - 18:18

Ramón Clavijo.
Ramón Clavijo.

Quizás el título con el que se abren estas líneas sea un tanto excesivo, pues en las mismas no se recogen aventuras como en la novela de Dickens. Tampoco Londres o París es que se parezcan mucho a Cádiz o Jerez, aunque en cuanto a sus relaciones sea otro cantar, si nos atenemos a esa leyenda no escrita y que no se diluye con el paso de los años, de que estas últimas poblaciones viven pese a su cercanía física de espaldas una a la otra.

Lo cierto es que solo ahora, cuando uno tiende a hacer balance de muchas cosas, tengo la certeza de que las mencionadas ciudades han dejado en mí una especie de tatuaje invisible del que ya es imposible desprenderse. Mi primera imagen de aquel Cádiz de principios de los años 60, aún siendo niño, fue más bien la de una de sus calles. Estaba rotulada con el nombre de '18 de Julio'. Allí, ante la puerta del nuevo domicilio familiar tras el traslado desde El Puerto de Santa María, mi padre trataba de explicarme que en Cádiz no se encontraba el parque zoológico que yo ansiaba visitar, que este estaba en Jerez como ya me había dicho alguna que otra vez: “Pero no te preocupes Ramón, pronto te llevaré a visitarlo. No estamos tan lejos”. Sin embargo aquellos 50 kilómetros que separaban por entonces las dos ciudades antes de la construcción del puente José León de Carranza (1969), resultaron ser finalmente una distancia insalvable en mi niñez, mientras el eco de Jerez y su parque zoológico iba diluyéndose a la misma velocidad que mi infancia y adolescencia se sumergían entre paisajes y personas ya imborrables: La 'Huerta del Obispo' con sus pintorescas casitas defendidas por buganvillas, lantanas y hortensias camino de la playa Santa María junto a Pepe y Tito; el Instituto Columela con esas aulas empapadas del permanente rumor del Atlántico y una singular Biblioteca donde descubrí el primer libro que me deslumbró: el 'Poema de Gilgamesh' en una edición plagada de maravillosas ilustraciones.

También en Cádiz vi editarse mis primeros escritos y algunos poemas más que olvidables, en aquella 'Hoja del Lunes' que dirigiera el admirado Evaristo Cantero, 'Evaristogenes', y luego transité por aquellos pasillos del antiguo Colegio Universitario de Letras, entre textos de Comellas y Rubio y amores efímeros, para asistir a las imborrables clases de Chivite y Ramón Serrera. En la plaza 'Ingeniero la Cierva', -aún en pie el edificio de aire colonial del Hotel Playa- cuando ayudaba en la organización de la librería 'Petrarca', aquella donde descubrí a Brenam y Neruda entre los ecos del atentado a Carrero y la Revolución de los Claveles, ya Cádiz, aún sin saberlo, comenzaba a alejarse ante la inminencia de otros lugares, otros paisajes y otras personas. Y poco después, inesperadamente, volvió a aparecer Jerez con la que me topé a la fuerza por imprevistos motivos laborales.

Por entonces, comienzos de los años 80, la ciudad vivía una evidente efervescencia trasformadora y se alejaba a pasos agigantados, de aquel Jerez en blanco y negro que vagamente recordaba – retratado por los maestros fotógrafos Hidalgo, o Pereiras- de esporádicas y olvidables visitas anteriores. Pero este nuevo Jerez, como antes me sucediera con Cádiz, empezó a atraparme sutilmente. No, ya no pensaba en aquel parque zoológico de mi niñez al que prometía llevarme mi padre, pues pronto otros lugares ocuparon su lugar, lugares que a fuerza de cotidianos adquirieron una patina de entrañables: La calle Rosario, con su viejo tabanco esquina a la plaza Aladro, y el abandonado casco de Bodega, fantasmal y romántico al lado de aquel cine, el Jerezano, ya pasados sus mejores tiempos pero conservando todo su poder evocador.

'La Venencia', el pequeño bar en el corazón de una bulliciosa calle Larga, imprescindible escuela donde catar los mejores jereces. Y como una cosa lleva a la otra, no podía faltar ir al encuentro de las viñas jerezanas por aquellas tortuosas carreteras, para descubrir por qué los viajeros románticos se extrañaban de no verlas al llegar a la ciudad. Luego, no mucho después, vendría la impactante impresión que me produjo contemplar aquellos miles de volúmenes: la colección bibliográfica patrimonial de la Biblioteca Municipal de Jerez con sus deslumbrantes encuadernaciones, muchas en piel o pergamino, apretados en sus estantes. Parecieran esperarme, y aunque yo lo ignorara por entonces, entre ellos pasé el resto de mi vida profesional. Una vez, en un lejano encuentro, me comentó Pilar Paz Pasamar, la poeta jerezana que vivía afincada en Cádiz, que Jerez y Cádiz formaban un puzle aparentemente irresoluble pero sin el que su vida sería imposible de explicar, para terminar sentenciando: "Pamplinas, querido Ramón. Es más, miente el que afirme que Jerez y Cádiz son dos formas de ver la vida irreconciliables. En todo caso serán complementarias. ¿O no?". Cuánta razón tenías querida Pilar.

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