Los pijos también lloran
El caso Gürtel es un expositor de una antiquísima tendencia sociológica: el pijerío. La filosofía pija triunfó en Jerez hasta el punto que sobrevivió cuando parecía que ya no quedaban pijos. Dibujo de Ceesepe.
HAY algo muy bonito en el gran escándalo político valenciano, casi tan bonito como eso tan bonito que Camps le decía al Bigotes que tenía con él y que ninguno sabemos qué es. Lo bonito de todo esto es la resurrección del pijo para mostrarnos en directo su hundimiento. ¿Dónde estaban los pijos?, nos preguntábamos. Estaban allí. Los echaron de Madrid y se fueron a Valencia. Si hubiéramos seguido la vida de Correa y El Bigotes nunca habríamos perdido de vista a los pijos de Serrano, esos que salieron de repente en la boda de Agag-Aznar con sus caracolillos jerezanos y dijimos mira dónde están y luego volvieron a desaparecer, aunque luego nos enteramos de que, de jovencitos, todos se juntaban en la sierra de Madrid para debatir sobre los problemas de una España que estaba sólo en su cabeza y en su indumentaria de marca y en sus coches y en sus relojes y en sus fiestas a veces cursis a veces salvajes. Tienen todas sus señas de identidad, hablan como hablaban ellos e incluso encontramos a Ricardo Costa, hermano pequeño de Juan, que es una especie de nueva generación. Estaban reproduciéndose sin que nos enteráramos. En Jerez se encontraban sus últimos reductos. En la avenida Domecq se podían ver los loden, los castellanos y los polos con la banderita de España en el cuello cuando ya habían sido desterrados de toda la geofrafía castellana. El pijo es un fenómeno castellano; para ser más exactos, madrileño, con ramificaciones muy acusadas en Valencia, Sevilla y Jerez, que no dejan de ser plazas muy madrileñas. En su origen es una nueva versión de los niños de papá que encuentra su vertiente política en las juventudes de Alianza Popular para defender los valores (no se me enfaden, que estoy generalizando mucho). Defender sus valores es, como ha sido siempre, defender sus privilegios. Pero en Jerez tiene una categoría más entrañable, y de ahí su longevidad. Su ternura estriba en su decadencia. Muchos pijos de los 80 formaban parte de familias bodegueras que estaban perdiéndolo todo. Eran, en muchos casos, pijos pobres, pero que se aferraban no ya a papá, sino a lo que había sido papá. Se les estaba escapando entre los dedos, ellos no vivirían la dolce vita, pero seguían con ese look que se iba ajando. El tiempo pasaba, pero ellos lo ignoraban. En los años de la droga he visto yonquis pijos que tenían heroína en los ojos, castellanos en los pies y gomina en el pelo. Eran buenos chicos que sabían que ya no habría esplendor. Hubo muchos de esos y nadie ha escrito de ellos. Desde aquí mi recuerdo. Conocí a unos cuantos y eran una lección de dignidad. En su descalabro caían con lo que entendían que era elegancia. Sí, estaban muy lejos del resurgir de los nuevos pijos madrileños. Por supuesto, no todo fue así. Durante los años 80 Alianza Popular era un partido residual en Jerez. Sacaban los concejales que, esencialmente, correspondían al mundo pijo, que podía dividirse ya en una parte cofrade de la élite profesional, el pijo agrario -inasequible hasta nuestros días- y el ya comentado pijo bodeguero venido a menos. Por último, estaban los pijos impostados, los pijos plásticos que por su extracción no le correspondía pero que les molaba todo aquello. Tuvo que venir Miguel Arias, mezcla de abogado y agrario, pero diametralmente opuesto a lo que era un pijo. Le gustaba la buena vida, tenía mundo y, siendo de derechas como el que más, carecía de nostalgias. En definitiva, derecha moderna. Rompió el techo electoral del ya llamado Partido Popular, abonó el terreno para que los hijos de aquella rancia AP pudieran gobernar en la ciudad y acabó con el pijerío político. Me gustaría saber, aunque en el fondo lo sé, lo que Arias piensa de todos estos pijos de nuevo cuño que han regresado para reventar el partido que él contribuyó a modernizar, aunque previamente lo hubiera intentado con Hernández Mancha, miembro del pijerío mucho más que el político al que derrotaron, Herrero de Miñón, pero mucho menos que el séquito de Aznar, de cuyos polvos han llegado estos lodos. Una vez finalizado este recorrido sociológico, cabe preguntarse si en la derecha local hay sitio para esos Camps y esos Costa, si de aquí hubiera podido salir un Correa (y no olvidemos que García Pelayo cuando era alcaldesa montó algún expositor made in Serrano, igual que en muchos otros sitios). La respuesta es que lo bonito de este escándalo es su look, la recuperación del niño bien, de ese lenguaje tan amanerado en esas conversaciones telefónicas privadas. En realidad, en lo local y en lo nacional, cada época tiene su aprovechado y su bufón, su tonto útil y su traidor. Quizá lo que no tenga es esa foto impagable de Correa y esposa en la boda de Agag-Aznar, el frac y el traje fucsia. Es tan antiguo, tan evocador... que no he podido evitar recordar al siempre querido pijo jerezano.
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