El retrato de mi bisabuelo

03 de marzo 2013 - 01:00

DESPUÉS de varios años escribiendo una columna semanal, he supuesto que habrá lectores que se sientan interesados por mis cosas más personales, porque la escritura crea una complicidad, a veces tan profunda, entre quien escribe y quien lee, que bien puede llamarse amistad. Es verdad que se trataría de una amistad sin roce, pero todos tenemos amigos que están lejos y la distancia en nada merma nuestro afecto.

Movido por ese empeño de que sepan algo más de mí quienes me leen, me he propuesto dedicar algunos artículos a desvelar ciertas cosas privadas (no íntimas, porque a estas las tengo por sagradas), empezando por algunos de los objetos que pueblan mi casa.

Enseguida me he decantado por hablar del cuadro del general de Caballería Juan Prudencio Rodríguez Rumeu, mi bisabuelo. Los estudiosos de la España de fines del XIX tendrán noticias de él porque fue el ayudante del capitán general Polavieja, en Filipinas. No sé si otros consejos que dio a su superior fueron sabios, pero en la familia siempre reinó la especie desoladora de que fue suya la idea de procesar a José Rizal, cuyo fusilamiento lo convirtió en mártir de los independentistas y facilitó que en las posesiones de España empezara a ponerse el sol. Con tristeza debo reconocer que, acaso, la prudencia es virtud que adornó a mi bisabuelo sólo en el nombre.

El retrato está pintado al óleo y cualquier experto advierte pronto que el artista no era nada del otro mundo, aunque los trazos sueltos y seguros de su pincel demuestran que tenía mucho oficio. Reflejó a mi bisabuelo vistiendo uniforme de la Orden de San Andrés: casaca azulina con solapas y bocamangas rojas; doble botonadura, en oblicuo de hombro a cintura; y charreteras de oro. De parte a parte del pecho, luce una banda celeste purísima de moaré y sostiene sobre su brazo derecho un ros acharolado. Se dice maliciosamente entre las demás Órdenes que el diseñador de la sanandresina quiso crear un uniforme que superara al del pavo real, el más imponente de los que se le han ocurrido a Dios.

Presenta el general una nariz fina, de caída suave, que da a su rostro cierto halo de fragilidad. Quizás también él lo percibiese y, agobiado porque la cara sea el espejo del alma, para endurecer la suya en la medida que corresponde a su grave oficio se dejó crecer un tremendo bigote, cuyos extremos se retuercen en dos volutas atribuladas. Lo que presta, sin embargo, carácter a su cara son los ojos, que espejan una tristeza desalentada y contenida, como si adivinaran el destino sombrío de la patria a la que servía. Me cuesta trabajo imaginármelo combatiendo, pues aunque sus labios finos son propios de quienes tienen la irritabilidad del tábano, el modo en que los mantiene separados, como conteniendo una sonrisa, dan la impresión de que los usara más para libar (seguramente los productos de este Jerez, que fue su patria chica) que para picar.

Hasta hace un mes, el cuadro estaba colgado en lugar principal de mi salón, sobre la chimenea. Debo reconocer que lo que me indujo más que nada a darle ese lugar sobresaliente fue la excelencia que - según me parecía - el héroe retratado predicaba de mi estirpe. Hoy, sin embargo, pienso de manera bien distinta y no creo que el crédito que me dieran mis invitados aumentara un ápice sólo por conocerme un antepasado ilustre. Más todavía, cuando mis visitas son tan discretas que, a pesar de que ninguna ha dejado de advertir la presencia del cuadro, apenas diez o doce de ellas se han decidido a preguntar alguna vez por aquel militar imponente.

El tacto de mis convidados se hace más patente si se tiene en cuenta que no han sido pocas las veces en que una conversación sobre cualquier desaliento social acabó derivando hacia el arte, con lo que la ocasión para preguntar por la obra y, de paso, por el personaje sin parecer cotilla, era idónea. Yo, en cambio, reconozco que jamás desaproveché cualquier comentario artístico sobre ella, para comenzar a hacer el panegírico del retratado (con la omisión, desde luego, de ciertos detalles que sólo hoy me he atrevido a develar públicamente).

He dicho que ese lugar preferente lo ocupaba el retrato hasta hace un mes, porque desde entonces lo tengo colgado en un recóndito pasillo. Todo empezó cuando ese día decidí trasladar un cuadro de González de la Calle desde mi bufete hasta casa. Se trata de una pieza de buen tamaño que, con gran dificultad, conseguí introducir en el coche. Aparqué delante de casa y me disponía a sacarlo cuando oí una voz conocida :

-¿Le ayudo?.

Era Juanito, el aparcacoches que se busca la vida en nuestra calle. Los vecinos lo tenemos casi en adopción: le proporcionamos un bocadillo y una cerveza, una chaqueta o una camisa que no nos ponemos, una propinilla… En correspondencia, él se desvive por nosotros.

No creo que sufra retraso mental - por lo menos en resolución administrativa -, pero sus cosas son cosas de alguien muy primario. Como dice sin reflexionar lo primero que se le viene a la cabeza, vive en constante pelotera con su familia, con sus colegas y hasta con quienes le socorremos. Pero el enfado nos dura a todos poco, porque sabemos que ninguna de sus barbaridades se sustenta en la mala leche.

Acepté la ayuda y, uno por cada extremo, subimos el cuadro hasta el salón de casa. Al colocarlo en el suelo, Juanito se quedó embobado con el cuadro de mi bisabuelo :

-Joé, qué tío. ¿Quién es?.

Le respondí, henchido de orgullo: mi bisabuelo.

Me disponía a relatar sus méritos militares, cuando Juanito, señalando el imponente uniforme, me preguntó:

-¿Y qué era, domador en un circo?.

Pasmado, no supe contestarle y me limité a negar con la cabeza. Pero esa misma tarde, decidí descolgar el cuadro y esconderlo en el pasillo que ahora lo acoge, porque no dejaba de atosigarme la idea de cuántos de mis discretos visitantes, ajenos a las Órdenes Militares, habrán pensado, sin decirlo, lo mismo que Juanito.

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