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A cepa revuelta

Un ventrílocuo en Villafranca

LA profunda devoción que sienten hacia su patrono, San Magín, los villafranquinos se descubre en el prolijo programa de las Fiestas Patronales. El de ese año decía: Concurso de Conejo Adobado; Competición de revoleo de escardillo; Representación de “Las Avispas”, de Aristófanes;  Romería del Santo… Y con letras más grandes: “Macnamara y su tropa. (Ventrílocuo)”.

Como yo había participado —aunque fuera sin ganas— en casi todos los actos, pensé que ya había cumplido  y decidí quedarme en la casita esa tarde leyendo. Me decidí por “La vida íntima”, de González Ruano, que me apetecía mucho releer.

Apenas llevaba dos páginas cuando apareció Juan acompañado de un hombre: “Le presento a Emilio, el ventrílocuo que va a actuar esta noche”. Me levanté para estrecharle la mano y me fijé en él. Tenía una cara alargada de cirio lagrimón, siendo la nariz la más imponente lágrima y un bigotito  fino y recto, como si se afeitara con una regla.

Sólo  los ojos pequeños y muy brillantes rescataban su rostro de la condición de triste antiguo.

Él me apretó la mano con fuerza. Se quedó mirando el libro y dijo: “Menos mal que todavía hay quien lee a González Ruano. Yo haría obligatoria su lectura en los colegios”.

Yo asentí asombrado. No me podía imaginar que alguien contratado para divertir al público de aquel pueblo pudiera disfrutar con la lectura de González Ruano. Le pregunté: “Emilio, le voy a hacer una pregunta. ¿Vd. conoce a la gente de aquí?... Y no me refiero a Juan”.

“Bueno – respondió él – llevo más de treinta años en este mundo, y ya he aprendido cómo tratar a cada público... Le voy a enseñar una cosa”. 

Emilio se fue hacia la casa y volvió con un muñeco : “Le presento a Tirso. Tirso ¿tú conoces Villafranca?”. Había introducido la mano por la espalda del muñeco y pareció que ese gesto le hubiera insuflado el don del habla, porque sin que Emilio moviera ningún músculo de la cara se  oyó decir a la marioneta: “Zí, la gente é má simple que entretenerze viendo crecé una planta”. Sacó la mano del muñeco y me dijo: “Llevo muchos años en esto y he aprendido a adaptar mi actuación al público que tengo enfrente. Mi experiencia me dice que la gente de pueblos como éste es muy agradecida, porque tienen una alegría natural y una disposición a la risa que no se encuentra en las ciudades. Además, tengo un truco que no me falla nunca: empiezo mi actuación diciendo una barbaridad de una mujer y aunque no mire a nadie, todas piensan que me refiero a lo que todas chismorrean en la plaza, y se parten de la risa; lo siguiente es hacer lo mismo, pero con un hombre. Uno de esos que hay en todos los pueblos, que suelen servir de cachondeo general por lo brutos que son. Juan me hablado de un tal Lentisquino”.

Emilio se despidió porque tenía que preparar su actuación. En contra de lo que había pensado, decidí comprobar si la experiencia de aquel artista le servía en Villafranca. Conociendo al personal –y sobre todo al Lentisquino-  lo que me había contado me parecía suicida.

A las ocho de la noche, el salón de la Casa de la Cultura estaba atestado de gente. Un concejal inició un discurso sobre cómo el equipo de gobierno se desvivía por mejorar las Fiestas Patronales, pero cuando empezaron a oírse pitos abrevió y dijo nerviosamente: “Zu zos prezento a Manatropa y zus tronamara”. Se oyó la primera carcajada y el concejal, rojo de vergüenza, bajó rápidamente del escenario.

Apareció entonces Emilio. Llevaba en la mano, no a Tirso, sino a una muñeca  que era una mujer de cuerpo turgente hasta la exageración, la cara muy pintarrajeada, vestida con un traje muy corto y un escote muy largo. Quien la diseñó tenía un evidente talento para representar oficios. Emilio la presentó como “Pura”, y sólo con eso arrancó una carcajada general.

Hizo entonces que la muñeca girara su cara de izquierda a derecha y de arriba abajo, como si examinara todo el local y dijo con una voz aguardentosa: “Macnamara, ahí veo a una que tiene pinta de cerilla”. Volví a sorprenderme de la habilidad de aquel hombre para la ventriloquia, porque sus labios apenas se movieron. “¿Y eso, Pura?”, dijo él : “Pues porque nada más que hay que echarle un vistazo para darse cuenta de que con el primer roce pierde la cabeza”.  

El público se partió de la risa; sobre todo –como Emilio había previsto - las mujeres. Las de las primeras filas volvieron la cabeza hacia atrás, como tratando de encontrar a alguien; y las del fondo hacia delante con idéntico interés.

 A él debió parecerle que las carcajadas repetidas por todo el local demostraban que su instinto le daba la razón, porque empezó a buscar con la mirada a alguien de entre el público. Abandonó por fin su búsqueda  e hizo decir a la muñeca, a la vez que apuntaba con su mano de cartón al Lentisquino: “Macnamara yo a ése lo conozco”.

El Lentisquino se puso colorado como un tomate, y el público empezó a  reírse. “¿Que tú  conoces a ese hombre, Pura?. Pero si es la primera vez que venimos Villafranca” dijo Emilio, sin que en ningún momento se resintiera su talento asombroso para hablar sin mover los labios.  Contestó  el guiñol: “Sí, lo conozco de que iba todas las noches a la venta El Guayabo Caliente, en la que yo trabajaba antes que contigo. Se llama Lentisquino, pero nosotras le decíamos La Cosechadora Vieja. ¿A que sí,  Lentisquino?”.

El Lentisquino no sabía qué hacer. Miraba a la muñeca con una sonrisa boba y a medio hacer, negando con la cabeza. “¿La Cosechadora Vieja. Y por qué le llamabais así?”, preguntó Emilio. Contestó la muñeca: “Pues porque no levantaba nada y se atascaba con las pajas”. El público empezó a aplaudir enardecido.

Entonces, El Lentisquino se levantó dirigiéndose hacia el escenario con la mirada inyectada de rojo, a la vez que decía: “Ezo e una mentira. Ezo e una mentira”. Macnamara dudó. Quizás pensó que se había equivocado de blanco y que aquel Lentisquino era menos primario de lo que le había dicho Juan y había cogido el doble sentido de la frase, porque dijo: “No se enfade, hombre. No ve que es una broma. Si le ha sentado mal…”.

Detuvo el Lentisquino su marcha y dijo: “Uté ze calla, que etoy hablando con la muñeca: A vé, ¿de cuando ha ío yo a eza venta que tú dice?”.

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