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Teatro

'Manual para montar un sueño', la nueva producción de La Zaranda repleta de guiños al teatro de la propia compañía

  • El simbolismo lírico y metafórico de siempre se hace presente entre las bambalinas y las tablas del Villamarta

Imagen de un ensayo de la nueva obra de La Zaranda representada por la compañía este sábado en el Villamarta.

Imagen de un ensayo de la nueva obra de La Zaranda representada por la compañía este sábado en el Villamarta. / Teatro Villamarta

Con esta nueva obra, La Zaranda realiza otra apuesta arriesgada sobre su forma de entender el teatro, aunque es un riesgo asumido por la compañía y es un riesgo que no les importa correr porque se asienta en miles de horas de escenario en medio mundo y en decenas de miles de aplausos en el otro medio. El mundo metafórico en el que creen les sirve para crear sin tapujos y sin miramientos. En esta ocasión, lo hacen a modo de manual didáctico y certero. Rizan el rizo para defender su método, el método, respaldados en su trayectoria. Enarbolan la bandera de su propio mundo para defender ese mundo que han creado y que les da una impronta tan especial. Y están tan seguros, que es una zaranda, esta vez real, la que abre el espectáculo cimbreándose y cribando lo superfluo de lo importante y la que lo cierra, a modo de escudo poético de un don Quijote enamorado del teatro y de las candilejas que depositan en el escenario de una vida lánguida y permanente.

Un manual que llega en el momento oportuno para reivindicar el teatro con mayúsculas. Un manual que viene a creer en los descreídos y a alejarse de los triunfadores para poder servir como ejemplo del mundo del teatro desde el propio mundo del teatro. Por eso, su público, el que le sigue por su capacidad para hacer pensar, el que sabe de su existencia y no sabe muy bien el por qué, el otro que anda pensando si repiten o innovan o ninguna de las dos cosas y todos los demás públicos que se acurrucan entre sus textos como alma que lleva el diablo, tienen la extraña sensación de que este grupo de teatro se cachondea, con el mayor respeto del mundo, del espectador haciéndole un homenaje con nocturnidad por sus claros oscuros de guion, con alevosía por sus aforismos anacrónicos y con delicadeza por su enorme respeto al teatro y al público. El público es siempre un espejo donde mirarse. El actor, su alter ego. El texto, el arma arrojadiza. La iluminación, el espacio trascendental y el ritmo, la música callada del teatro o del toreo de las musas. Los mejores artistas plásticos, literarios, dueños de los silencios, maestros de la redundancia y del tono y de la sapiencia corporal se dan cita cada vez que esta troupe hace aparición en escena. El ritual que supone cada obra de estos catedráticos de la dramaturgia se basa en el espíritu con el que adornan su puesta en escena. Liberada de condicionantes míticos y ávida de una recreación simbólica en la que apuestan por aliñar y herir susceptibilidades para así conseguir remover conciencias usando lo sencillo para hacerlo sublime.

La puesta en escena, más simbólica aún que en otras producciones, acota perfectamente el espacio para usar las tablas sueltas de cualquier escenario, los caballetes de madera carcomida, las perchas que han visto colgar miles de sudores entre telas y la butaca de caoba y tela roja de ese espectador en busca de función. El conflicto, más simbólico que nunca, hace del actor la figura lírica en su espacio sagrado del que nunca podrá salir, a sabiendas que no es nadie y a la vez lo es todo, desde las miserias más profundas hasta ese viento libertino que le ayuda a formar su sueño interpretando personajes. Por eso, tienen más sentido esas puertas ficticias, que no estrechas, que les sirven para traspasar fronteras y derrumbar muros, y que hacen que el escenario se convierta en un recorrido a pie por los entresijos de la vida, de todos y cada uno de los presentes en el Villamarta y de todos y cada uno de ellos, los que llegaron para esconder las gallinas y hacer que su ironía avinagrada de Jerez fuese prototipo de un homenaje permanente a los malditos desde los tiempos de Mari Castañas hasta hoy o que los movimientos escénicos, escondidos entre cenitales y linternas, desprendiendo una luz especial con los blancos y los rojos y encerrando las tinieblas como si siempre fuese de noche, sean el claro ejemplo de la danza maquiavélica a la que nos acostumbran sin tener que pedir perdón por la tristeza tan alegre que transmiten. El teatro como protagonista. El actor como títere de su propia existencia. El público como juez y parte. Es, en suma, una simbiosis de la alegría que irradian como cómicos desgranando el futuro de una compañía de cómicos cuando la vida eterna se acabe y de la crudeza de un recorrido sintáctico por frases que permanecerán en la memoria colectiva del diccionario de emociones de La Zaranda.

El envejecimiento como forma de sobrevivencia de una manera cronológica. La derrota como seña de identidad ante el paso del tiempo. El desengaño como forma de luchar contra la adversidad. El olvido como acicate para ilusionarse cada día. Los sueños como energía celestial para funcionar con ternura inusitada. El agradecimiento como manera de justificar un papel en el mundo del teatro. El teatro del absurdo y de la ironía social como trampolín para hacer piruetas en la sociedad del siglo XXI. La reflexión en voz alta como forma de protestar. La crítica desde la interpretación como resumen de su modo de entender la vida. Las preguntas pululando en el aire como panfletos reflexivos del método teatral. Los silogismos fonatorios repetitivos como martilleos de la conciencia más sublime. La investigación del hecho teatral como sentido de vida. Los personajes presentes y los ausentes como paradigma funerario.

Aunque no de manera consciente, la evolución de este grupo, es tan etérea que los mortales, como ellos dirían, no somos capaces de cogerles la idea. No en vano, tras décadas de hacernos llegar sus producciones, nos siguen deleitando con una manera muy personal de hacer teatro. De creer en la esencia del mismo. De lograr, con él, hacer pensar de tal manera que es imposible dejar de sentirse embriagado por las armas de una dramaturgia rica y visual, donde todos los elementos del hecho teatral se ayudan entre sí para lograr un equilibrio desequilibrante y embaucador. Apuestan por poner los poros de la piel a descubierto poniendo el grito en el cielo de forma pausada, con un texto lleno de metáforas y un acento, el del teatro de La Zaranda, que, como siga así y tal como se han propuesto, seguro que acabará siendo el que ría el último.

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