La transformación cotidiana

Cien años de la muerte de Kafka

Kafka encontró en su mirada dirigida a la experiencia humana una estética que confería por primera vez a la novela una función hermenéutica que hasta entonces le había resultado ajena

Una escena de 'Metamorphosis', la adaptación teatral de la obra de Kafka estrenada por Steven Berkoff en 1969.
Una escena de 'Metamorphosis', la adaptación teatral de la obra de Kafka estrenada por Steven Berkoff en 1969.
Pablo Bujalance

02 de junio 2024 - 06:00

Afirmaba Milan Kundera en su ensayo En alguna parte ahí detrás (recogido en el volumen El arte de la novela, publicado en 1987): “Si estimo tanto y tan apasionadamente la herencia de Kafka, si la defiendo como si de mi herencia personal se tratara, no es porque crea útil imitar lo inimitable (y descubrir una vez más lo kafkiano), sino por ese formidable ejemplo de autonomía radical de la novela (de la poesía que es la novela). Gracias a ella Franz Kafka dijo sobre nuestra condición humana (tal como se manifiesta en nuestro siglo) lo que ninguna reflexión sociológica o politológica podrá decirnos”. En una entrevista con Christian Salmon, incluida en el mismo volumen, el autor de La insoportable levedad del ser matizaba: “Kafka no se pregunta cuáles son las motivaciones interiores que determinan el comportamiento del hombre. Plantea una cuestión radicalmente diferente: ¿cuáles son aún las posibilidades del hombre en un mundo en el que los condicionamientos exteriores se han vuelto tan demoledores que los móviles interiores ya no pesan nada?”. En gran medida, la autonomía que Kafka confiere a la novela es resultado, entonces, de esas posibilidades reducidas por los condicionamientos exteriores. Era evidente que Kundera buscaba una estética para la novela capaz de significar en un contexto marcado por los totalitarismos delirantes y la encontró en su compatriota, quien se había adelantado a la cuestión con efectos visionarios. En otro ensayo fundamental, Kafka: visionario del totalitarismo, lo corroboraba de esta forma: “Kafka logró transmitir su visión de un mundo totalitario sin saber que esa visión era también una previsión. Su intención no era la de desenmascarar la historia, el porvenir, el progreso o una política dada, sino la de aclarar los mecanismos psicológicos y sociológicos que él tenía de la práctica totalitaria mínima o psicosocial, mecanismos que nadie supo ver excepto él y que la evolución ulterior de la historia puso en marcha en el gran escenario. Dicho de otra manera: en el laboratorio de su imaginación, Kafka efectuó con el hombre más o menos los mismos experimentos que los que hizo la historia un poco más tarde en sus propios, inmensos, tubos de laboratorio. El laboratorio de la historia verificó así, ‘a posteriori’, la exactitud de la experimentación imaginaria de Kafka”.

Kafka, según Kundera, supo percibir una práctica totalitaria mínima, psicosocial, premisa de la que después subiría a los grandes escenarios

La idea de Kafka como fundador de la autonomía de la novela que permitía al género, por primera vez, desarrollar una hermenéutica propia de la experiencia humana, distinta de la que corresponde a cualquier otra disciplina intelectual, puede resultar audaz. Pero resulta difícil no dar la razón a Kundera: si el teatro había ofrecido desde la Antigüedad una estética útil al destino de los individuos en relación con sus sociedades, cuando se trataba de advertir los totalitarismos cotidianos, asumidos de manera natural y, por tanto, invisibles, antes de su incorporación al gran escenario de la infamia, la novela se revela en Kafka como un instrumento explorador de primer orden. Y lo hace así, seguramente, porque frente a la épica consustancial que a la escena le costaría todavía bastante tiempo sacudirse, los límites entre la ficción y la experiencia del autor son en la novela mucho más permeables, favorables a cierta ósmosis, ya desde Don Quijote. Frente al ritual dramático, la imaginación simbólica que excita la narración permite abrazar el detalle, ahí donde Flaubert advirtió a los demonios y donde Kafka supo ver que el ser humano quedaba, sin remedio, a merced de un abuso estructural. Si el propio Kafka señaló La condena como el primer peldaño de su personal exploración de lo humano a través de la literatura, la concreción que ofrece La transformación (adoptemos la traducción del título original sugerida de manera más reciente, en lugar de La metamorfosis) sigue siendo, aún a cada lectura, clara, eficaz, renovada e irresistible. La cuestión es que la lectura de Kundera se centra aún en lo esencial: nunca la literatura ha explicado con tanta precisión los efectos catastróficos del totalitarismo como en La transformación, donde el lector no encuentra rastro alguno de regímenes autoritarios ni de sistemas políticos despiadados. La historia de Gregor Samsa conserva así su rango de vaticinio o, mejor, del diagnóstico que advertía de la siguiente escenificación masiva del mismo abuso. Que nadie reparara en esta advertencia, que ni siquiera el mismo Kafka fuese consciente de hasta qué punto había puesto nombre al devenir inmediatamente posterior de la historia, no solo es comprensible sino que se sitúa en el límite exacto de la condición humana.

La concreción que ofrece 'La transformación' de la exploración iniciada en 'La condena' es, tanto tiempo después, clara, eficaz e irresistible

Se da una paradoja notable, sin embargo, en el modo en que La transformación, desde su resolución íntima en el señalamiento de los tics totalitarios comunes, ha excitado prácticamente desde su publicación un imaginario icónico amplio y diverso en torno a Gregor Samsa y su terrible mutación. El arte, el cine y el teatro han hecho suyas las claves fundamentales de la novela en un amplio abanico de propuestas que fluyen desde el terror primario a la tragedia existencial, desde la más explícita celebración del asco a la más rigurosa desnudez formal. Especial interés merece la adaptación teatral que, con el título Metamorphosis, estrenó en 1969 el actor y director británico Steven Berkoff, quien, a la sazón, adaptó también para la escena El proceso y En la colonia penitenciaria en una trilogía de notable éxito programada todavía hoy con asiduidad en los circuitos independientes europeos. Berkoff, que interpretó de paso a Samsa en la primera producción de la obra, optó por una aproximación al llamado Teatro de lo Imposible para, en sus propias palabras, “representar algo tan decididamente irreal, imaginado, apenas concebido” como La transformación. Si el duelo de Gregor Samsa se bate en su cuerpo, correspondía al escenario convertir ese cuerpo en el objeto total: en aquella representación, el insecto, de humana apariencia, invocaba su inhumanidad mediante una cuidada coreografía de movimientos evocadores de lo que la imaginación del espectador, a su vez, podía interpretar como un insecto (“Si hablamos de un hombre introvertido, artista, judío y escritor, lo que resulta de todo eso es un insecto”, dijo en su momento Berkoff al respecto). Pero aquella lectura escénica conectaba de manera significativa con la exégesis propuesta por Kundera: los movimientos, casi siempre frenéticos, se correspondían con los de una criatura que se sabe privada de libertad (y humanidad) en su hábitat específico, víctima de la práctica totalitaria mínima o psicosocial. Seguramente, nadie ha acertado tanto como Berkoff a la hora de proponer una manifestación de ‘La transformación’ fuera del ecosistema narrativo que le es propio con tal fidelidad.

En cualquier caso, el totalitarismo invisible que acusaba en su cuerpo Gregor Samsa hace su trabajo todavía en los cuerpos debidamente transformados en aras de la seguridad, la nación, la identidad y otros valores reforzados tras el derrumbe de la postmodernidad. Tampoco lo tendremos todo a favor para advertir hoy qué vaticinaba Kafka para el futuro inmediato. Pero corresponde volver a leer para intentarlo.

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