De las brújulas imaginadas
La invención del norte | Crítica
Tras contar la historia de la estación en ‘Cuando los inviernos eran inviernos’, el ensayista alemán Bernd Brunner resume ahora las claves esenciales de ‘La invención del norte’, publicado también en Acantilado
Un friso de la modernidad
La ciudad de la sabiduría
La Ficha
La invención del norte. Historia de un punto cardinal. Bernd Brunner. Trad. José Ánibal Campos. Acantilado. Barcelona, 2023. 272 páginas. 20 euros.
Haría bien el lector de La invención del norte, el último libro de Bernd Brunner (Berlín, 1964), en mantener a la vez un ojo puesto en las Literaturas germánicas medievales de Jorge Luis Borges. No porque la obra del autor alemán dialogue con la segunda (de hecho, no hay en el volumen una sola mención a Borges, pero sí a las Eddas islandesas y otras fuentes documentales con las que el autor de Ficciones se despachó a gusto), sino por el modo en que ambas se complementan a la hora de deslizar la huella del mito en la definición de un territorio, contrastada en cierta tradición literaria según Borges y en un sensible imaginario cultural delimitado con afán divulgativo por Brunner. Si en su anterior libro, Cuando los inviernos eran inviernos. Historia de una estación (Acantilado, 2020), el autor berlinés identificaba los elementos míticos puestos en juego para la definición mítica de la estación fría, especialmente sensible a los signos precisamente por su condición inhóspita, ahora hace lo propio con el punto cardinal en un nuevo ensayo (también publicado por Acantilado, con la traducción de José Aníbal Campos), aún (si cabe) más ameno, instructivo, guiado sin medias tintas a la expresión más fidedigna del deleite. La latitud que antaño figuraba a la izquierda en los mapas, cuando el área superior quedaba reservada al todopoderoso oriente, fuente de toda inspiración, ha ejercido una tradicional resistencia a la conquista expresada en sus condiciones extremas, aunque si algo deja claro Brunner desde las primeras páginas es que ni las condiciones han sido siempre tan extremas ni la conquista ha mermado un ápice la oportunidad del mito desde los mismos orígenes de la humanidad (con posibilidades adanistas que reducirían a Mesopotamia a poco más que una segunda residencia para nuestra especie); semejante distancia, como si de otro planeta se tratase, convertía al norte en territorio abonado para el mito, tanto de puertas adentro, como detalló Borges, como, con notable éxito, para la civilización consciente y ensimismada que se abría más abajo del Círculo Polar. El mito, ya se sabe, hizo bien su trabajo y sembró la suficiente dosis de fascinación hasta que el norte pasó a figurar, por derecho, en la zona superior de los mapas. De paso, la misma extensión quedó bien pronto consignada como garantía de progreso, pureza y ocasión próspera para los valientes, lo que, ya se sabe, arrojó algunos fantasmas bien dolorosos al relato. El norte, ya sea en Europa, América o en Rusia, ha representado desde entonces una frontera hipnótica, una puesta a prueba de las mayores virtudes humanas para la mayor pervivencia de un mito que Brunner sintetiza con esmerada pedagogía.
La invención del norte comienza así su exploración con un objeto de poderosa connotación mítica: el cráneo de narval localizado en el gabinete de curiosidades abierto en Copenhague por Ole Worm. Se deslizan a partir de entonces celtas, vikingos, normandos, britanos, irlandeses, esquimales y otros pueblos a las costas de Noruega, Finlandia, Islandia, Suecia y la Vineland en la que el sueño de América cobró forma por primera vez algunos siglos antes de Cristóbal Colón. A menudo el encanto del norte tiene que ver con el espejo que ofrece a la cultura europea como versión alternativa de sus fuentes: así, sus tierras tuvieron a su propio Homero en la figura del bardo Ossian, ciego como el aedo, hijo de un rey celta escocés y autor en el siglo III de una ingente obra poética que, presuntamente, constituyó el génesis remoto tanto de las Eddas como del Beowulf y los ciclos artúricos. La supuesta obra de Ossian llegó a publicarse en 1765 en Inglaterra ante el recelo de Samuel Johnson, pero, quien quiera que fuese el autor real de tales versos, la llama del mito ya estaba prendida. Lo que Borges admiraba del norte era, precisamente, el modo en que el mito había perdurado en sus dominios, en una fabulosa síntesis con el cristianismo de la que también se ocupa Brunner y que continuó, a su modo, tras la Reforma. La difícil delimitación de los mapas mantuvo álgidas en la imaginación europea la existencia de ciertas Atlántidas del norte como la misteriosa isla de Tule, señalada en los itinerarios más supersticiosos como el último lugar del planeta en el que era posible aún dirigirse más al norte. Muy interesante es la integración tardomedieval del norte y el este en el mismo imaginario, especialmente tras la caída de Constantinopla en 1453 y el consecuente ascenso de Moscú. Todavía Olaus Magnus incluía a Rusia entre “los pueblos septentrionales”, lo que influyó para que, aún incluso en la Edad Moderna, se considerara al Gran Principado de Moscú entre los reinos nórdicos. Especialmente conmovedor resulta en el libro el relato sobre cómo la connotación mítica del norte quedó a salvo de las grandes exploraciones facturadas en la misma Edad Moderna; más aún, fueron los viajeros quienes más y mejor contribuyeron a preservarla.
No escatima Brunner en referencias a la hora de señalar cómo la consideración mítica tornó en tragedia: el norte aislado constituía el crisol perfecto para las teorías sobre la pureza racial que venían gestándose desde el siglo XIX y que, de la mano de la portentosa actualización del mito que procuró Richard Wagner, gestó la peor pesadilla del siglo XX. Fue una Alemania empeñada en volver a reconocerse como parte de tan extrema latitud la que decidió preservar la pureza del mito a costa de la vida de millones de personas. Brunner señala un vértice bien concreto en esta deriva: la publicación de la Teoría racial del pueblo alemán en 1922 a cargo de un Hans Friedrich Karl Günther impresionado por la derrota germánica en la Primera Guerra Mundial. Günther fundó en consecuencia el Movimiento Nórdico, cuyo objetivo, recuerda Brunner, era “elevar el porcentaje de sangre nórdica, es decir, la nordificación biológica”. El movimiento, a su vez, instauró la Idea pannórdica, que promulgaba “la unión de los pueblos de lengua germana con el objetivo de un renacer de lo nórdico”, bajo el convencimiento de que los alemanes constituían el “sexto pueblo nórdico por detrás de daneses, islandeses, noruegos, suecos y finlandeses”. Más delirante aún es la reivindicación de los orígenes norteños nada menos que de los italianos, considerados por los líderes nazis “hermanos arios del sur” con la consiguiente maniobra estratégica en cuanto a la revisión de coordenadas. Eso sí, también reseña el autor la trascendencia del “modelo escandinavo” como baluarte antifascista ya en los años 30. El cine, la literatura, la televisión y la cultura popular no han dejado de arrojar argumentos, en todo caso, para la celebración del norte como la marisma más imaginativa de la brújula. Por algo será. Algo nos cuenta Björk al respecto en estas páginas.
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