El ombligo o la deseada levedad de la Historia
El testamento literario de Milan Kundera es su aproximación más libre, serena y proverbial a Beckett, pero también un interrogante sobre la posición y el sentido de la escritura en el presente.
La fiesta de la insignificancia. Milan Kundera. Trad. Beatriz de Moura. Tusquets. Barcelona, 2014. 144 páginas. 15 euros.
En su libro de ensayos Un encuentro, publicado en España en 2009, Milan Kundera dedicaba a Samuel Beckett un revelador artículo en el que asumía la obra del irlandés como un reto para la literatura del presente. Se preguntaba el checo si acaso la fabulosa aventura estética de Beckett, con su empeño (justo en la dirección contraria de Joyce) en despojarse cada vez más de estilos y lenguajes hasta la absoluta desnudez formal, no suponía un verdadero suicidio como escritor tanto como una genialidad sin paliativos. Y si, finalmente, la mejor opción para el humilde ejercicio de la escritura, más ahora que los mensajes se multiplican en los rincones más insospechados con serias aspiraciones de posteridad e influencia, es el no ser, el no decir, el no importunar(se), el no esperar, el sencillo encogerse de hombros que practica Belacqua a las puertas del Purgatorio según Dante, dado que las palabras han perdido su sentido y no merece la pena siquiera abrir la boca, cabría preguntarse qué sentido tiene escribir hoy; o, más bien, a qué paisaje nos conduciría la determinación de seguir haciéndolo. Leída ahora La fiesta de la insignificancia, el regreso a la novela de Kundera 14 años después, resulta altamente significativo el modo en que aquella cuestión servía de premisa al más que posible testamento literario de uno de los autores definitivos del siglo XX y, gracias a esta obra rabiosamente antiposmoderna, también del siglo XXI. Porque, soltadas al fin las amarras y sin necesidad de tener que aceptar más tonterías que las justas, Kundera se acerca aquí a Beckett con menos reservas. Y, lo que es más importante, deja un recadito más que delicado a quien todavía a estas alturas siga obstinado en dejar cosas por escrito.
La presencia de Beckett en Kundera no es, ni mucho menos, anecdótica. Al contrario, ya resulta poderosamente visible en una publicación temprana como El libro de los amores ridículos (1968). Pero, de alguna forma, la conexión se refuerza irremediablemente cuando Kundera adopta el francés como lengua vehicular para su obra a partir de La lentitud (1995) en virtud de una decisión tardía (Kundera se había instalado en París en 1975 y se le había concedido la nacionalidad francesa ya en 1981) pero profundamente luminosa. Las consecuencias fueron muy similares a las que se dieron en Beckett cuando éste optó también por el francés (si bien nunca llegó a abandonar del todo el inglés), con un tono mucho menos ambicioso, una simplificación de la maquinaria y una deconstrucción de la narrativa a imagen de los estragos del tiempo, por más que, en esencia, sus argumentos y obsesiones fuesen los mismos. En La fiesta de la insignificancia, Kundera ahonda en este pozo hasta las heces y es más Beckett que nunca; pero también, y aquí acontece la maravilla, es más Kundera que nunca. En todos los términos y ámbitos posibles.
Si se extrajeran los rasgos de la novela por separado, obtendríamos, ciertamente, las señas propias de la índole beckettiana: para empezar, en La fiesta de la insignificancia no sucede prácticamente nada, pero es en esa inacción donde el realismo queda hecho pedazos. Los personajes van y vienen sin demasiadas motivaciones, y de hecho casi no llegan a ser personajes: más bien se quedan en presencias, apenas definidas por sus enfermedades. Hasta el dibujo de Kundera que ilustra la portada recuerda vivamente a los que hacía Beckett para adornar sus primeras novelas, como Mercier y Camier. Y al mismo tiempo, los caracteres que comparten Beckett y Kundera aparecen depurados, directos, desprovistos de fantasmas y honduras. Sucede así con el erotismo, aquí centrado en el ombligo femenino y exento de la tormenta desatada en La insoportable levedad del ser y El libro de la risa y el olvido. Pero también, y más aún, con el humor: Kundera es tan humorista como Beckett, y para demostrarlo vuelve a recurrir a Stalin (el chiste de las perdices es impagable) en una cabriola por la que Kundera termina riéndose de sí mismo. El humor es, en última instancia, la única opción real que le queda a la civilización occidental. La lección es clara: el humor, o la barbarie. Por ello recupera Kundera, y con más aromas beckettianos, sus delirios metafísicos: si en La insoportable levedad del ser era un niño quien imaginaba cómo sería el aparato digestivo de Dios, aquí la presunción iconoclasta se dirige al ombligo de los ángeles.
El final, con unos niños dispuestos en coro en los Jardines de Luxemburgo, resulta tan conmovedor como enigmático. Pero en sus estrías asoma otra idea beckettiana: la pulverización de fronteras entre el nacimiento y la muerte, la confusión entre lo uno y lo otro o la sospecha de que nadie, en realidad, ha terminado de nacer nunca. Fernando Arrabal asegura que Milan Kundera es un tipo normal; tanto, que hasta tiene televisor en su casa. Y sí, posiblemente sólo un hombre corriente es capaz de escribir una novelita tan tremenda, divertida y libre de complejos como La fiesta de la insignificancia. El hombre contemporáneo ha muerto: viva el ángel aturdido.
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