Cultura

Casablanca

POR mucho que sea su 75 aniversario puede parecer cansino escribir de la película más famosa de la historia del cine. De hecho, durante mucho tiempo no entendí la pasión por esa historia, construida de aquella manera tan a salto de mata y con personajes tan de una pieza, con nazis tan nazis, franceses tan franceses y americanos tan americanos... y con Peter Lorre tan Peter Lorre. Vamos , que la película estaba bien, pero no era para matarse por muy bonita que fuera esa escena final de la bruma y esa famosa frase de Claude Rains y Bogart en el que se anuncia una larga amistad. Ha sido recientemente, en una revisión de rutina, cuando la película, vista decenas de veces, me ha estallado por algún artefacto que se oculta en su interior y que, admito, no he conseguido desentrañar.

Como es sabido, toda película, por muchas veces que se haya visto, es nueva en el momento en el que el espectador nunca es el mismo, auqnue sea la misma persona. El espectador que no se conmovió hace unos años, y no hablemos ya en la juventud, n o se parece en nada que el que descubre que un nudo corredizo se aprieta en su interior al observar la mirada embelesada de Ingrid Bergman rendida ante el hombre del que no debe estar enamorada o cuando un Bogart mucho más humano y menos mito de lo que se recordaba bebe a solas mientras elabora su renuncia. Son escenas que están en el imaginario universal, que nacimos con ellas, pero de repente se hacen carnales. De hecho, el muro que me separaba de la película más famosa de la historia del cine era precisamente su fama, su mito. Formaba parte de la existencia del mundo, como todo lo que está hace demasiado tiempo en el mundo. No era, por tanto, una historia, sino un paisaje. El cambio se produce cuando los ojos se vuelven más inocentes, lo que sucede con la edad, cuando no se ve cine por acumulación de cinéfilo, sino por mero disfrute. Entonces es cuando Rick no es necesariamente Bogart, sino el auténtico hombre vencido, exiliado, asqueado y que, además, se ve en la obligación de entregar la mujer que ama a un desconocido, un fantasma del pasado, como una prueba de que sigue vivo, de que es capaz de hacer ese último gesto de dignidad. Y es que es de lo que trata Casablanca, de la dignidad. Y eso, según van pasando los años, es lo que más se echa en falta.

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