Cultura

Dulces historias sabiamente contadas

Al mundo del arte en general le sobra mucha filosofía y, quizás, le falta bastante más de sencillez. Los artistas, en muchísimos casos, en su afán de parecer algo más de lo que en realidad son, se adentran por caminos espinosos, de falso intelectualismo, para el que ni están preparados ni saben de lo que se trata ni, mucho menos, como afrontar y desarrollar un complejo conceptual lleno de aristas espinosas. El resultado son obras infumables hasta donde es difícil llegar y de donde hay que escapar rápidamente para no sucumbir y no transgredir las normas de la buena educación contra los autores de tan absurdo desatino y los que han permitido que aquello sea presentado. El arte, no cabe la menor duda, tiene las letras más fáciles y sus hacedores, si realmente son artistas, deben saber plantear un asunto sin recurrir a rocambolescos e imposibles sofismas que no entienden - ni sirven para nada - ni los concienzudos filósofos que inventaron la filosofía laberíntica ni, mucho menos, los memos que la llevan a la práctica. Viene esto al contemplar la obra de Marina Anaya, una pintora que convierte la realidad presentida en un bello juego donde una poética de muy fácil lectura ilustra un universo presentido donde los personajes representan jugosos papeles que convencen, divierten y hasta crean ,con el espectador, sabios guiños de complicidad. Todo sin acudir a episodios oscurantistas donde lo cercano está poblado de fantasmas que dialogan en un lenguaje de arcanos imposibles.

La pintora palentina nos ofrece una pintura mucho más cercana, sin laberintos por donde perderse, ejecutora de una realidad en la que los personajes son reconocibles y sus acciones portadoras de una entrañable sensibilidad muy bien concebida para que nos haga sonreír y mantener la mirada con la que encontrar la claves de una realidad que ella plantea con mimo, personalidad y sentido común.

Marina Anaya nos cuenta una historia muy bien narrada con personajes a los que se les ha dotado de una entidad artística muy particular; se los ha desposeído de su concreción y se los ha exagerado formalmente para que sus historias potencien su caudal expresivo y lleguen dotadas de entrañable personalidad y contundencia visual.

Pictóricamente, Marina Anaya, resuelve con solvencia el medio pictórico; sabe dar sentido a sus poderosos rojos y verdes para contrastarlos y crear una nueva dimensión cromática que sirve de apoyo plástico al intenso poder ilustrativo que patrocinan sus bellos y mágicos relatos. Algo que consigue y, a veces, supera en los acertadísimos grabados donde, además, una grafía sinuosa aumenta el caudal expresivo y marca las rutas de una representación muy bien concebida y mejor llevada a cabo.

La doble exposición gaditana nos conduce por la obra tremendamente atractiva de una artista que sabe lo que hace y, además, sabe cómo llevarlo a cabo. Sus felices historias nos convencen porque su cercana realidad está aderezada de encanto y justa sencillez. Su fácil poética llega a todos los estamentos y nos hace partícipes de unas historias llenas de carácter y dulce sensibilidad; argumentos convincentes para encontrarnos con una pintura clara y justa de principio a fin.

Muy buena esta doble comparecencia que Fali Benot propone para un verano donde la cultura también existe, a pesar de todo.

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