Cultura

El Brujo, en su máxima expresión

  • El surrealismo implícito en la tragicomedia griega crea el ambiente librepensador que el autor pretende

Rafael Álvarez ‘El Brujo’, durante un momento de la obra en el Teatro Villamarta.

Rafael Álvarez ‘El Brujo’, durante un momento de la obra en el Teatro Villamarta. / Miguel Ángel González

Acudir a la llamada de un brujo como éste tiene mucho de misterio y de adicción. A sabiendas de lo que nos espera, no podemos dejar de acudir a la cita que llega ensartada en la hora de las brujas. A la hora de las meigas, en el lugar más encantado y con los alicientes de un brebaje teatral, que por conocido no deja ser atractivo. La risa y el llanto. La tragedia y la comedia. La vida y la muerte. Son paradigmas de la vida dentro y fuera de una sala de teatro o de cine.

En todas las artes sean escénicas o no, desde los albores de la humanidad y hasta nuestros días, la importancia de conocer la cultura en beneficio de la verdad de cada cual es como un juego de poder entre la mente y el cuerpo. La puesta en escena enseña lo de siempre tratándose del Brujo, un bohemio con canas que en realidad es un arlequín de nuestro mundo, vestido para la ocasión con pijama, dueño de un mundo onírico, ensimismado en una imagen de títere y ocupando un espacio escénico solo con su aureola de comediante.

Con sus pies, a modo de zancadas irreverentes y con sus manos, a modo de director de orquesta en los espacios abiertos, enarbola la bandera de la provocación en aras de crear espectáculo con las palabras y las formas.

Formas que son la del teatro lírico, impregnado de un nivel clásico, con los matices de la individualidad teatral de un monstruo de la comunicación. Todo el espectáculo es, además, una oda a la libertad. La libertad de pensamiento, la libertad de decisión, la de la expresión. Una oda llena de cultura ancestral, de civilizaciones antepasadas como ingredientes de una pócima interestelar que llega concatenando poetas, eruditos, astrólogos y escritores clásicos hasta dar significado a nuestra existencia actual. Un lenguaje romano, egipcio e incluso fenicio, donde las palabras suenan a oráculos que reblandecen los cerebros enfrentándose en diálogos con uno mismo con el lenguaje del wasap o de las redes sociales de pleno siglo XXI.

Sin limitaciones espaciales ni temporales. Un juego histriónico que en la propia ligereza de la iluminación y en la limpia presentación de escenografía consigue captar la atención hacia lo sustancial, si menoscabo de que cualquier elemento adyacente sea tenido en cuenta; por lo que cobran mucha importancia los silencios, las pausas, las notas musicales intercaladas, las entradas en haces de focos y las salidas por peteneras. No en vano, un espectáculo basado en la metáfora de la vida, tiene que beber de las fuentes del surrealismo, donde el elemento escénico sea fundamental para conseguir que el espacio y el actor se entremezclen de tal forma que el resultado sea medido para que las sensaciones de los sonidos tintineen en los tímpanos a modo de sensaciones evocadoras minimalistas.

Y sobre todo los sonidos el de la voz. El de las palabras hechas carne. El texto, pulcro y con sentido práctico, es el enlace dramatúrgico para hacer de la puesta en escena un actor más junto al personaje. Un texto, por una parte, juguetón, lleno de matices, cargado de momentos premeditados para la improvisación fácil como bien sabe utilizar este tótem de la tribu para despertar a posibles cerebros automatizados. Por otra, un tremendo esfuerzo de memoria y capacidad de evocadora de la magia de las palabras en boca de un cantautor que usa el idioma- los idiomas- como utilería.

Frases que tienen la habilidad de serpentear en el escenario al ritmo que le impone el órgano fonatorio de un timbre aterciopelado y grave. Frases, que son dagas intentando remover conciencias. Pellizcos con sorna en las piernas adormecidas. Lanzas hirientes en el corazón de los presentes. Troncos enhiestos queriendo derrumbar puertas. Enredaderas sintácticas en los muros de la desvergüenza humana.

Un cerebro y un cuerpo en busca de la verdad del actor, porque si en algo se caracteriza es la grandiosa capacidad de dominar la escena con la palabra y el cuerpo. Registros, llenos de ternura, de cercanía realista y de impostaciones en busca de diálogos con las musas, aleteos y serpenteos que definen perfectamente a un profesional que es capaz de modelar la expresividad con matices actorales que pocos pueden dominar a ese nivel. De esa forma la trama es capaz de avanzar sin sobresaltos al mismo ritmo que el actor es capaz de imponer desde las tablas. Y la música como recurso y componente evocador es otro de los alicientes, colocados en sílabas apropiadas del texto acomodado. Una música, a la vez clásica y minimalista que hace de personaje con capacidad de réplica.

El desarrollo de la trama comienza con un telón abierto rompiendo la cuarta pared, con un triángulo incompleto y con un ambiente minimalista. La escenografía acude al tótem de las civilizaciones, creando espacio con una caldera de barro, unas luciérnagas y unos trozos de madera a modo de mesa. El aquelarre de un actor nos empieza a hacer efecto nada más entrar en escena y así consigue una hipnosis multidireccional en todo el ambiente como desarrollo del conflicto que intenta crear.

La tragedia y las miserias son el mejor acicate para embaucarnos en un mundo imaginario de filosofía. Los poemas de Sófocles, Eurípides y Esquilo son un mero pretexto. Las miserias de las tragedias de Tebas o Corinto hasta las de los campos de concentración nazis o las de las elecciones de la última semana, el epílogo perfecto de la magnificencia de nuestra existencia.

Las últimas escenas, una alegoría al resumen trascendente, donde gracias a las proyecciones, se enmarca la tragicomedia en elementos pictóricos tan sublimes como el Guernica de Picasso. De nuevo, cerrando el círculo del vértice inconcluso del epílogo, reaparece, a modo de viaje astral al infinito, la explicación de lo inexplicable. En definitiva, haciéndonos creer que la existencia es un mero mejunje elaborado por los dioses para deleite de los ínfimos humanos, todo se adereza con grandes dosis de profesionalidad, catarsis y anacronismo. Un lujo para los oídos y una propuesta para la vista. Una vez más, Rafael Álvarez, en su salsa. La que emana de las hirvientes calderas del teatro unipersonal con la sal y pimienta de un brujo de nuestro tiempo.

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