Fray Andrés de Santa María, de beato a olvidado asceta
La ciudad de la historia
A pesar del actual ostracismo al que se viene condenando sistemáticamente los valores cristianos desde diferentes instancias de forma evidentemente maliciosa, a la par que se sustituyen por otros de dudosa legitimidad ética, venimos a rescatar de este olvido a la figura de Fray Andrés de Santa María, singular religioso del convento de la Santa Vera Cruz, de nuestra ciudad, que en el primer tercio del siglo XVII destacó por su gran espiritualidad, de cuyos hechos prodigiosos, quedaron asentados abundantes testimonios orales y escritos.
Asimismo, descolló por su acrisolada caridad y atención con los más desfavorecidos, sin abandonar por ello su labor al frente de distintos cargos en las Comunidades de los monasterios por los que pasó a lo largo de su existencia.
Siguiendo la narración del cronista de la Orden Tercera de San Francisco, Fray Antonio de Arbiol, el sacerdote Fray Andrés de Santa María, desde sus primeros años de vida, fue recibido piadosamente como hijo de la Santísima Virgen.
Tomó el hábito de esta Orden en el convento de Lebrija, lugar donde ya le fue reconocida su virtud, destacando en la meditación de la Pasión de Cristo. Precisamente, contemplando este Misterio delante de una imagen de Cristo Crucificado, deseó también padecer en su cuerpo los dolores "vehementísimos que sentía su alma; estando en esto, vio volar una saeta desde los pies de Cristo, a uno de sus pies, la cual le causó sumo dolor, aunque no le hizo llega. Quedó postrado, y callando la causa, le mando el Prelado que se dejase visitar del Médico; éste dispuso que le aplicasen un agua de malvas para templarle los dolores; y como el enfermero cogiese las yerbas, cosa rarísima y maravillosa ¡oyó una voz de las mismas yerbas, que dijo: ¡oh Felices de nosotras, que habemos de servir a los pies de un Siervo de Dios!".
Fue muy aplicado a servir a los pobres y darles limosna. Cierto día, al no tener que ofrecerles, "vino un Ángel en forma de bellísimo joven, y dejándole en las manos una cesta de pan muy blanco, desapareció".
En otra ocasión, estando encerrado en su celda en oración, se encomendó al Señor pidiendo por el remedio y asistencia de sus pobres, "y siendo así, que no salió de su Celda, muchos testificaron que aquel mismo día le habían visto, y que les había dado de comer, y que resucitó a una mujer difunta".
Entre diversos sucesos extraordinarios se cuenta que intercedió en revivir un caballo de un pobre, que se había muerto en un camino, ante la falta del menesteroso.
Predijo la hora de su muerte, que acaeció en la festividad de San Juan Evangelista, santo del que fue muy devoto, el año de 1633, a la edad de sesenta años.
Su óbito tuvo lugar en Jerez de la Frontera, concurriendo el pueblo a visitar su cadáver. Se cuenta que una mujer tomó un ramo de mirto, de los que adornaban su túmulo, y arrojándolo con gran fe en un pozo seco de su casa, rogó a Dios que manara agua, por los méritos de su Siervo, dando lugar a que al instante brotara agua en abundancia.
En nuestra ciudad llegó a ocupar el cargo de Ministro del convento de su Orden de la Vera Cruz. A su entierro concurrió la Ciudad, quien otorgó poder para que se hiciera relación de sus virtudes y posibilitar su beatificación, según se acredita en las actas municipales de 1635. Sus cenizas se depositaron en esta iglesia, dada su fama de santidad.
Existen, como puede comprobarse, dudas sobre el año exacto de su muerte, ya que según el cronista de la Orden fue en 1633, y según otros testimonios, entre ellos los referidos a las actas capitulares, la datan en 1635, éstas últimas, a nuestro juicio, más que referirse propiamente a la muerte del referido fraile, corresponden al inicio de las gestiones para su beatificación, ya que la biografía antes reseñada, obra de Fray Antonio de Arbiol, se basó en documentación autenticada por el entonces Padre General, de indudable garantía al contar con los instrumentos procedentes del monasterio donde radicó.
El vendaval de la desamortización de 1835 ocasionó la pérdida de sus restos venerados en la iglesia conventual, cuyo rastro aún no se ha podido investigar por la falta de documentos referidos a esta circunstancia, que atestigüen aquellos pavorosos sucesos de expolio y profanación. Sirva este artículo para reivindicar su ejemplar vida y testimonio de la fe en Cristo.
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