Cultura

Infinito elevado a infinito

  • Carrasco, imaginativa y experimental, propuso un exquisito reto que exige reposo para ser digerido

Rafaela ha encontrado su espacio, el perfecto y etéreo equilibrio. No abandona el estrecho vínculo con la innovación, pero en su madurez artística es capaz de moverse en la delgada línea que separa el baile pretérito y la vanguardia más rabiosa y contemporánea. Con potestad para fundir ambas concepciones y moverse de forma absolutamente magistral, con suma delicadeza, con arte. Veníamos en la medianoche del pasado sábado de atiborrarnos de un buen plato de Yerbabuena, y Rafaela Carrasco, como cabía esperar, nos ofreció horas más tarde un postre absolutamente delicioso. Un espectáculo sólo para gourmets. Presagio cumplido para el público que abarrotó como nunca La Compañía.

ConCierto gusto, que parte de un concepto aún más sobrio y pulido que Del amor y otras cosas, que presentó en la muestra hace un año y que aquí queda sublimado, intercala interpretaciones solistas entre baile y baile hasta formar una amalgama sugerente y sólida. Una propuesta situada varios cuerpos por delante de la media de representaciones dancísticas que con los mismos o más elementos de partida se presentan en la actualidad.

Empero, principalmente por la hora y el cansancio acumulado, hubo pasajes que hicieron aflorar el sopor, aunque ahí estuvo Rafaela para despabilar a su público. Y Nacho Arimany, un hombre con el compás inyectado en vena. Un percusionista que crea un aura que mece el viaje de la bailaora sevillana: menos típica, menos tópica, más reflexiva que nunca y con sobrado talento para sugerir, para estremecer y sacudir la conciencia, a menudo adormecida, del espectador.

Rafaela ha edificado ConCierto gusto sin estridencias, con una arquitectura compositiva preñada de sabios matices y con una bailaora, ella misma, que es la elegancia personificada. Elegancia en el negro de la granaína que le canta Antonio Campos o en el negro con bata de cola de los fandangos con que se despide del escenario, emulando una marejada desatada en una mar gruesa, en la oscuridad honda de la noche.

Y Rafaela gira sobre sí misma, como una peonza, en busca del equilibrio, de la geometría, de la ecuación matemática cuyo resultado sea igual a infinito elevado a infinito, como su baile. Infinitud de texturas y recovecos en movimiento. Alrededor de la silla de enea o con su propio marcaje, como atormentada. También destacan aquí aspectos residuales de anteriores montajes, donde se palpa, como se ha dicho, su aprendizaje de escuela sevillana pero también su gusto a tender hacia lo puramente dancístico.

Es inevitable que cualquier intérprete incorpore con el paso del tiempo las huellas indelebles de los personajes que ha encarnado, marcas casi imperceptibles pero que constituyen, por acumulación, pistas inigualables para describir su personalidad en el escenario. En el caso de Rafaela, no necesita esquematizar ni estereotipar para articular una poderosa metáfora. Lirismo y carga poética. Poder expresivo y un selecto sentido del ritmo narrativo. Sentido del orden y del conjunto, del solo para todos y el todos para una: para su baile quebradizo, juguetón en las escobillas y cadencioso a compás.

Me gustó en la seguiriya, en los solos de pies para percusión, bailándole a la guitarra, pero desató la pasión en la soleá, donde se reencontró consigo misma y una vez más reinventó su concepto artístico, su 'yo' en el mundo del arte. Siempre inquieta, siempre experimental, en busca de la alquimia, estudiando la forma y dosificando esfuerzos. Un Jesús Torres inspiradísimo -bien podría obtener este año el galardón al mejor artista del atrás en el certamen-, ejecutó, como ya hiciera hace unos días con Isabel Bayón o en solitario en Los Apóstoles, una partitura suculenta que amalgamó toque libérrimo y composiciones más sujetas a encauzar el discurrir del montaje.

Y la bailaora sentada en una silla tocando las palmas a compás. Sin inmutarse, congelada a un lado del proscenio. Centrando la mirada del espectador en su quietud, provocándole a que sienta el impulso irrefrenable de querer que arranque a bailar. Luego llegaría la taranta. Más pinceladas y poses escultóricas de Rafaela. Parsimonia y esmero en la forma. De nuevo el sempiterno regusto por la forma. Sin alardes. De rodillas, Arimany hizo compás con las tablas del escenario. Eso es arte y sugestión. Justo las dos claves de una propuesta convertida en un exquisito desafío que requiere reposo y mucha calma para ser digerido como merece.

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