Cultura

John Waters: "El mal gusto puede ser un arma política hoy día"

  • El cineasta, nombre clave del 'underground', visita Málaga para inaugurar el festival Cultura Basura y proyectar 'Pink Flamingos'

El realizador y escritor John Waters (Baltimore, 1946), referencia clave del cine underground y el arte de querencia trash en todo el mundo, asistió el fin de semana pasado en Málaga a la inauguración de la primera edición de Cultura Basura y presentó el pase de uno de sus títulos emblemáticos, Pink Flamingos (1972). También mantuvo un encuentro con la prensa en el que dio cuenta de su afilado humor y su inquebrantable empeño en seguir haciendo lo que más le gusta.

Sus primeras palabras estuvieron dedicadas a la drag queen Divine, su musa insustituible, que protagonizó sus primeras películas y falleció en 1988. "Este sitio es precioso, ¿sabéis si Divine estuvo aquí alguna vez? Le habría encantado", afirmó, antes de recordar que sigue visitando su tumba con frecuencia en un cementerio próximo a su casa en Baltimore, la ciudad en la que ambos compartieron su amistad desde la infancia. Las primeras preguntas entraron a bocajarro en la actualidad del trash y en su oportunidad presente; y aunque no hubo en ellas alusiones a Trump, fue el propio John Waters quien las hizo gustosamente: "Como actitud, el mal gusto adquiere un sentido concreto ante un presidente como Donald Trump, capaz de hacer las cosas que ha hecho. ¿Cómo podemos responder a un presidente que actúa lanzando papel higiénico a poblaciones que han quedado inundadas? El mal gusto es una actitud de defensa, pero es ahora cuando, más aún, se convierte en un arma política, que podemos emplear para cambiar las cosas. Justo esto es lo que soñábamos en nuestra juventud". Eso sí, poco después matizó: "Cuando éramos jóvenes, todo esto que hacíamos era ilegal. No podías rodar las películas que rodábamos, ni trabajar con drags, ni con pin-ups. Nosotros desafiábamos a quienes nos perseguían justamente haciendo lo que no querían que hiciéramos, pero no nos guiaba una voluntad política. Sencillamente, nos gustaba. Íbamos a la calle, nos poníamos a rodar y luego teníamos que salir corriendo antes de que llegara la Policía. Por rodar aquellas películas te podían detener, desde luego, pero lo que buscábamos era ante todo diversión". Waters recordó de hecho el día en que los miembros del equipo del rodaje de Pink Flamingos fueron detenidos y llevados al calabozo en plena faena: "Terminamos pagando la multa porque salía más barato que pagar a los abogados".

Si algo ha hecho John Waters a lo largo de su trayectoria, incluso en los márgenes más propios del éxito comercial que habitó en películas como Los asesinatos de mamá, es jugar con los límites de la libertad de expresión. Para el director, el derecho a la misma "se respeta hoy mucho más que hace 40 años, por supuesto. Hoy todo es más fácil, puedes decir lo que quieras y vestir como quieras, y además dispones de diversos medios a tu servicio. De ninguna manera quiero decir que esto sea negativo, pero desde mi juventud mi sueño ha sido que pudiéramos expresarnos todos juntos, las drags, los gais, los amantes del trash y los que no lo son, con naturalidad y en igualdad, sin tener que estar recluidos ni apartados. Ahora cada uno puede decir lo que quiera, pero lo hace desde su propio ámbito, para los suyos. Seguimos estando separados, cuando es más lo que nos une". Preguntado por el propósito con el que hace sus películas, el realizador respondió: "Crecí viendo películas raras y ya de niño quería hacer cosas así para mis amigos. Después empecé a ver cine underground y a hacer mis propios filmes con el mismo objetivo. Pero seguramente mi mayor propósito con todo esto ha sido el de meterme en líos. Me encanta meterme en líos, porque los líos me hacen sentir vivo". Para ilustrar su argumento, Waters sacó un ejemplar de su último libro, Make Trouble (Métete en líos), en cuya promoción anda ocupado y que resume con fidelidad esta filosofía.

La escritura es precisamente la labor a la que Waters dedica más tiempo desde que rodara en 2004 su último largometraje, Los sexoadictos. Proyectos cinematográficos no le faltan, pero tampoco obstáculos para llevarlos a buen puerto: "La HBO está interesada en una nueva versión de Hairspray [largometraje de 1988 que ya tuvo un remake en 2007 protagonizado por John Travolta], pero lo que quiero sacar adelante desde hace años es una película para niños, muy navideña, cuyo título es Fruitcake. Estoy llamando aún a todas las puertas de Hollywood, porque no puedo rodar algo así de manera independiente, pero es muy difícil. Aquí en España os podéis considerar afortunados, tenéis un Gobierno que destina ayudas a quienes quieren hacer películas, pero en EEUU tenemos un Gobierno que nos impide hacerlas". Preguntado por la "edad mínima" que recomienda a los espectadores para ver sus películas, Waters apuntó que "depende de la película, claro. Yo no recomendaría a ningún niño de 9 años que viese Pink Flamingos. De hecho, cuando al fin logramos estrenarla, algunos padres fueron a verla con sus hijos y terminaron llamando a la policía. Yo era joven, tenía 26 años y no pensaba en esas cosas, pero aquellos padres debían haberse informado". Preguntado por si cuando rodó Pink Flamingos en 1972 soñaba con el éxito que obtuvo después y su emisión en televisión, Waters esbozó su mejor sonrisa para pronunciar un contundente "no".

En los 90, el realizador decidió dar el salto a un cine más accesible (aunque sin dejar de rodar en Baltimore) y contó a partir de entonces con intérpretes como Kathleen Turner, Sam Waterston, Edward Furlong, Christina Ricci, Melanie Griffith y Stephen Dorff, pero sin dejar a un lado su particular sello (y sin dejar de reclutar a sus actores de siempre, como Rickie Lake, cuyo personaje en Hairspray es, según sostiene Waters, el más representativo de su filmografía). Del mismo modo, entre los seguidores de Waters se cuentan hoy propios y extraños, jóvenes unos y otros no tanto, adscritos a las más diversas tendencias pero coincidentes a la hora de disfrutar de un genio que se ha negado en redondo, una y otra vez, a plegarse a las órdenes de los biempensantes.

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