Cultura

Rossini, una auténtica y santa locura

  • El Teatro Villamarta cerró con broche de oro su temporada lírica ofreciendo una producción propia, 'La italiana en Argel', en una noche cuajada de diversión, música maravillosa y estupendas voces

Todo estreno de nueva producción del Villamarta suscita entre los aficionados una expectación y una ilusión asolerada durante años de gratas sorpresas y de bellos espectáculos que casi nunca defraudan al público. En esta ocasión se contaba, a nivel escénico, con los siempre fiables y sorprendentes Gustavo Tambascio y Jesús Ruiz. Unidos ambos por su amor al barroquismo, por su horror al vacío y por su sentido eminentemente plástico (a la vez que teatral) de la puesta en escena, firmaron una producción del altísimo nivel en todos los sentidos.

Tambascio parece haberse inspirado en su concepción del espectáculo en las fantasías orientalistas del romanticismo europeo, esa ensoñación que, como demostró en su estupendo libro Edward Said, buscaba encubrir con los oropeles y la filigrana de un Oriente ficticio la conciencia culpable del colonialismo más depredador. Tambascio nos sitúa en ese paraíso de sensualidad que tan bien se refleja en la pintura francesa del XIX (en alguno de cuyos cuadros de odaliscas parecen inspiradas algunas escenas de esta producción) y que suponen el choque entre el orgullo eurocéntrico y la seducción por el hedonismo orientalizante. Pero ello no hubiese servido de nada de no estar al servicio de una ópera, de un ritmo musical. Tambascio superpone de manera perfecta el movimiento de actores al incesante ritmo de la música de Rossini. Quizá quepa reprochársele el llenar en exceso la escena de actores y de movimientos (las exhibiciones gimnásticas de los figurantes, por ejemplo) en los primeros minutos, pero desde la segunda escena todo fluye con agilidad y con gran humor.

Admirable, sin ambages, el finale primo, en el que el sentido acumulativo y desenfrenado de la partitura encontraba su correlato escénico perfectamente teatral. Preciosismo y fascinación derrocharon a raudales los figurines de Ruiz, un maestro en las calidades y las tonalidades de las telas, con juegos cromáticos maravillosos, como brillantes eran los decorados, especialmente los del interior del palacio de Mustafá.

Álvaro Albiach imprimió a una muy ajustada, ágil y transparente Orquesta Manuel de Falla (estupendos solos de trompa y flauta) un ritmo incesante, sobre todo en los concertantes. Tanto que en alguna ocasión se produjeron desajustes entre foso y escena. Pero en conjunto fue una lectura vibrante, contagiada de ese espíritu de divina locura que la música de Rossini alcanza en esta ópera como en ninguna otra.

Isabella encontró en Nancy Herrera a una intérprete de mucha categoría. Cabe achacar que su voz es algo más pesada y profunda de lo que este papel exige, lo que redundó en tonos metálicos en los agudos y en agilidades no siempre pulcras (grupetti y trinos de staccato y martellato poco definidos), pero su legato fue de manual, con sensualidad, sentido de la musicalidad y un fraseo moldeado hasta el último detalle expresivo. Fue, además, una estupenda actriz que dominaba la escena de arriba abajo. Humorismo a raudales en su acción y en su canto derrochó Orfila. Le falta un tanto de peso en los graves para el papel, pero ello mismo le permite afrontar con soltura las complicadísimas coloraturas de su papel, en las que se desenvolvió con naturalidad y sentido de la línea del canto.

Sola deslumbró con sus agudos siempre refulgentes e impactantes y fraseo muy belcantista, aunque siempre que cantase en forte, pues al bajar al mezzoforte la voz cambia de color por culpa de un claro estrangulamiento. Tiene una voz importante y de grandes posibilidades y por ello debe cuidar más la técnica de ataque para evitar golpes de glotis y eventuales gallos. Menos en estilo y en voz estuvo Moncloa en una de las actuaciones más flojas que le hemos visto. Desafinó en su aria y el fraseo fluía a borbotones, sin naturalidad.

Castignani, a despecho de una molesta nasalidad en su timbre, fue un estupendo actor y consiguió hacer creíble su personaje en lo vocal y en lo escénico. Empezó con destemplanza Cardoso, pero conforme fue calentando la voz consiguió una interpretación muy apreciable, con agudos fáciles y bien proyectados. Con la correcta Arellano y con un coro al que se le resistieron las altas tesituras rossinianas se cerró una noche cuajada de diversión, música maravillosa, estupendas voces y esa desbordante alegría que sólo Rossini sabe conjurar. No se anuncian buenos presagios económicos para el futuro, pero los responsables de la cosa deberían seguir apostando por un teatro que ya hace tiempo que juega en la primera división nacional de la ópera.

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