Vayan preparando la tortilla

Setenil de las Bodegas

EL sol de primavera hace brillar los olivares mientras cruzamos la sierra. Atrás quedan Villamartín y Algodonales. Allí arriba Olvera, oteando el horizonte, y luego Torre Alháquime, diminuta y coqueta, subida a su colina. La paz reina y la belleza lo inunda todo. Está en los mil tonos de verde, en las flores de la jara y el canto de los pájaros, en los montes que, orgullosos llevan miles de años vigilando que nada cambie. La luz clara borra toda mancha, y nos olvidamos de siglos de miseria y aislamiento, de vidas pegadas al arado y saber popular que eran sinónimos de incultura, de pueblos cerrados y emigración forzosa. Hoy la historia social vuela y el llanto del campo andaluz queda tan lejos como la estela de los aviones que pintan el cielo. Hoy la Sierra está de fiesta y nos ha invitado a disfrutar con ella.

De repente, la tierra púrpura se abre, y allí aparece el prodigio. Estamos en Setenil.

El río Guadalporcún se desliza perezoso entre las calles blancas, bañadas de silencio. Nadie parece recordar aquellos tiempos que hicieron a Setenil esconderse en su madriguera. Fueron años de sangre y fuego, de moros, cristianos y fronteras que cambiaban a cada momento. Una época dura de traiciones y alianzas y un asedio brutal de manos de Fernando el Católico. Una hazaña más para Isabel y su equipo de propagandistas que retrataron el momento en la sillería de la catedral de Toledo. Un gesto amable que nada tiene que ver con la feroz realidad. La Guerra y La Muerte cabalgando sobre Setenil, que abatida se recogió en su tajo para olvidar las penas. Y de ahí no quiso salir. Seamos bienvenidos, pues se abren para nosotros las puertas del inframundo, de un infierno sereno y hermoso en el que se apagaron los gritos muchos años atrás.

La iglesia de la Encarnación preside la escena, como símbolo de una victoria que hace tiempo se olvidó. Y alrededor, como un enrome manto blanco, la ciudad islámica, testimonio de días aún más lejanos y perdidos en la memoria. Un pueblo que asustado penetró en la roca y hoy apenas si sale de su escondite. Setenil es imposible, imposible y preciosa, a la manera de los grabados de Piranesi. Las calles salvan desniveles enormes en pocos metros, y por ellas apenas si cabe una persona. El trazado urbano es un laberinto que nació como un ser vivo y fue creciendo hasta echar raices.

Abril detiene su esplendor para contemplar Setenil. Se viene con nosotros de la mano y nos acompaña en este peculiar viaje al centro de la tierra. Acariciando cada detalle, emborrachándonos de cal pura y piedra. Viendo cómo Lázaro se levanta y comienza a andar fuera de su tumba.

Un pato nada en el río y dos turistas pasean despreocupados arriba y abajo. La calma domina Setenil, que vista de cerca parece la víctima de un cataclismo. De las Cuevas del Sol a la calle Cerrillo las casas parecen salir con miedo a observar si el monstruo que ha causado el destrozo se ha marchado ya. Con la montaña justo encima del tejado, a punto de aplastarlo todo. Así durante siglos, esperando que un día el destino se cumpla y arrastre al pueblo a un océano de magma.

Pasarán los días y llegarán mil abriles a besar las fachadas de Setenil, colándose curiosos hasta lo más profundo de sus Bodegas. Mil abriles se rendirán ante el milagro que nos regalaron moros y cristianos, antes de que todo acabe.

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