Crítica

Doña Francisquita, el prototipo de zarzuela repleta de alegría y vitalidad

Un momento de la presentación de Doña Francisquita en el coliseo jerezano.

Un momento de la presentación de Doña Francisquita en el coliseo jerezano. / Manuel Aranda

Dirección de escena: Francisco López. Dirección musical: Carlos Aragón. Escenografía y figurines: Jesús Ruiz. Equipo artístico: Rocío Pérez (Francisquita), Leonardo Sanchez (Fernando), Cristina del Barrio (Aurora), Manuel de Diego (Cardona), Enric Martínez-Castignani (D. Matías), Palmira Ferrer (Francisca), César Sanmartin (Lorenzo), Lucía Millan (Irene). Ballet Javier Latorre. Coro del Teatro Villamarta. Orquesta Filarmónica de Málaga. Actores y figuración propia. Orquesta de pulso y púa. Equipo técnico Villamarta. Regiduría: Carmen Guerra. Teatro Villamarta, 27 de enero de 2023. 20:00 h.

Acercarse a la zarzuela de vez en cuando es un ejercicio de osadía en los tiempos de twiter, instagram o facebook. Pero no deja de ser necesario como homenaje a los clásicos y de recuperación y recordatorio de un género tan completo, más aún cuando el espectáculo encierra vida, musicalidad y alegría. Sea en cualquier corral de Almagro del Siglo de Oro, en el teatro Apolo del año 1923 o en el Villamarta de este 2023. Lo cierto es que, tras varios siglos de las obras de enredo y corral de comedia en la que se basa el libreto y tras un siglo exacto desde su estreno en el Madrid borbónico de la época, esta producción de este año lírico, comandada y renovada por la cabeza pensante de Paco López, será recordada dentro de otros cien años porque supone asistir a una sucesión de cuadros y escenas muy bien recreadas históricamente, perfectamente coloreadas y barnizadas de la vida castiza en que se desarrolla. La maestría de la dirección escénica haciendo cuadros en sí mismos y moviendo los hilos de los personajes a conciencia, la concreción espacial de los decorados, la iluminación intimista y costumbrista tan especial, el arduo trabajo del equipo de técnicos con los movimientos de escenografía y una partitura rica en matices y en números de diferentes registros consiguen que el conjunto sea un devenir de ritmo musical y dramatúrgico sin solución de continuidad, perfectamente engranado y llenos de momentos emotivos que sobrepasan el escenario alcanzando a implicar al patio de butacas hasta el punto de sentirse como un vecino madrileño más en alguna calle del barrio de La Latina o de Lavapiés y llegando al culmen final con el fandango y una coreografía que revive el espíritu de Amadeo Vives, de Fernández Shaw y Romero Sarachaga para dejar un buen sabor de boca al público asistente que llenó el recinto. El enamoramiento, los dimes y diretes, los malentendidos y una trama de vodevil clásico y lírico hacen que la esencia se impregne durante las casi tres horas de espectáculo y que ese espíritu festivo se contagie sobremanera. Desde la subida del telón, el costumbrismo es protagonista con una original presentación de personajes durante todo el preludio y siguientes cuadros. La trama de malentendidos, con el nudo dramatúrgico planteado, hace de la comedia musical, a través de la coreografía ideada por Javier Latorre, el verdadero elemento aglutinante de la historia. Desde los primeros compases se enebran números coreográficos, a modo de narrador, especialmente creados para la ocasión, entremezclados con las partes habladas, los tercetos y los cuartetos, así como las apariciones alegres y vivas de un coro que llena el escenario de luz, colorido y saber estar. Gracias además, a un vestuario diseñado para hacer que el escenario luzca como el Madrid romántico y castizo en el que está ambientada la obra. La presencia de los actores y figurantes apoyando y describiendo el texto son el contrapunto necesario para hacer que la trama sea naturalista. Las canciones alegres de juventud, las mañanas de boda, el carnaval, los románticos, la mazurca, el bolero o los fandangos llenan, con un soniquete sin igual, el escenario de vida, estribillos pegadizos y una musicalidad que adorna a uno de los más afamados libretos de zarzuela jamás escritos. Su claridad y su altísimo brillo de orquestación de armónicos y refinados se presenta en todos los pasajes. En ese sentido, la batuta de Carlos Aragón llevó en volandas a los solistas y al coro por las paredes de las tabernas y los ventanales de las callejuelas madrileñas en que se convirtió el Villamarta, meciendo las voces de todos ellos, con un tempo lento que controlaba en todo momento el devenir de los registros vocales que cada momento necesitaba en aspectos como la energía, agilidad vocal, musicalidad y peso, dada la gran dificultad de algunos de ellos.

Otro instante de la representación de la zarzuela. Otro instante de la representación de la zarzuela.

Otro instante de la representación de la zarzuela. / Manuel Aranda

La Francisquita que pudimos saborear en las fosas nasales de Rocío Pérez fue toda una sorpresa para todos. Fresca, de una agilidad vocal que se antoja innata y dominando la partitura en todo momento, con agudos muy sólidos a pesar de los cambios de ritmo de algunos pasajes, gestionando el volumen y la resistencia. La enorme exigencia de la canción del ruiseñor llegó arriba sin problemas y manteniendo muy bien el pulso para sin tener que tirar de riqueza armónica conseguir el objetivo. Una perfecta recreación de una jovenzuela enamorada y romántica con una caja de resonancia limpia y ligera, lo que le sirvió a Leonardo Sánchez para acomodar su timbre de una manera sencilla en los duetos y haciendo que el Fernando propuesto dominara siempre los agudos con ductilidad y buen hacer respiratorio, haciendo de sus arias ejemplos de seguridad y limpieza fonatoria, especialmente en la subida final de la romanza en el que declara su amor. Un placer escuchar una voz tan melodiosa en un nuevo valor que ya es internacional y que cada vez se le ve más seguro y eficaz. El elenco completó una función muy redonda. Desde los partiquinos del propio coro, una vez más haciendo una labor encomiable hasta el resto de personajes como los de una Aurora, la Beltrana, llena de desparpajo, sensualidad y expresividad con una color brillante y una perfecta ejecución entre los graves y los agudos y una amplia gama de recursos interpretativos, una Irene con fuerza y altas dosis de dominio de la tesitura, un Lorenzo en el que César Sanmartín aportó musicalidad y flexibilidad en la extensión sonora y un trío de solistas de perfil cómico como Cardona, Francisca y Matías que controlaron los tiempos en todo momento tanto en la parte hablada como en sus participaciones individuales, atacando las notas convenientemente, con líneas de canto depuradas donde se traducen sus largas experiencias teatrales y llevando a las tonalidades más adecuadas todas las notas además de conseguir embaucar al público con sus personajes llenos de segundas lecturas y con sus textos repletos de enredos semánticos. Todos consiguieron acertar en el ritmo y en el tempo ajustándose a las solicitudes de una orquesta bastante amable y cordial con todos. El discurrir orquestal consiguió llevar la delicadeza tímbrica de la partitura en todo momento, haciendo reflejar con dinamismo la presencia de concertantes ricos en instrumentos musicales, los tempos de la rondalla, las inclusiones de los silencios y los apartes de la percusión, la elegancia de los vientos y un arpa embaucador para deleite de todos los números musicales. El resultado fue sugerente, dinámico y enriquecedor para la parte escénica, estando siempre la batuta al servicio de los cantantes. Los movimientos escénicos estuvieron perfectamente trabajados y con sentido así como las salidas y mutis justificados en todo momento sin rupturas de acciones y con una amplia gama de guiños dramatúrgicos a la comedia, hecho que agilizó los cambios de escenas y aportó continuidad en las transiciones, haciendo de éstas auténticas pinturas realistas y costumbristas del Madrid castizo de principios del siglo XX, más aún cuando el cuidado vestuario atendía a las razones esgrimidas por la dirección escénica para dotar de naturalidad el discurrir interpretativo de la suave y lograda partitura de la zarzuela.

Genial las ganas de promocionar la cultura lírica por parte del teatro entre los más jóvenes con apertura de producciones a los futuros públicos. Público joven que respondió de manera jovial y participativa en el ensayo general del miércoles previo y que aún en este estreno de viernes se respiraba entre bambalinas y en el patio de butacas; lo que acentúa el valor atractivo de espectáculos tan completos como éstos incluso para quienes no los frecuentan con asiduidad, e incluso teniendo el hándicap de que los libretos, como éste, anden obsoletos en cuanto a los temas dramatúrgicos que tratan, en tiempos donde el modelo tradicional de relaciones sociales y afectivo sexuales esté a años luz del que plantea este tipo de clásicos y donde los modelos actuales de acercamientos amorosos van por otros derroteros. Ahí radica la importancia de la reivindicación del género lírico, con su idiosincrasia y con su asincronía, para hacer de él algo importante a defender como cualquier otro tipo de valor cultural que se precie, y en este caso esta propuesta tan fácil de saborear consigue enganchar y dar un espaldarazo para que la música y la zarzuela, en este caso, ocupen el lugar que le corresponde. Agradecer este tipo de apuestas es lo justo. Valorarlas en su justa medida, una necesidad.

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