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El baile flamenco y sus aprendices

  • Los cursillistas son los protagonistas del festival. Si no fuera por ellos no habría a quién enseñar, tanta gente para disfrutar de los espectáculos y la industria flamenca que gira en torno de ellos

"A los alumnos hay que darles vida, mimarlos, hay que registrarlos, buscar lo mejor que tienen. No fusiles antes del tiempo un alma que vive para la danza", reflexiona Matilde Coral, la decana de los maestros en el Festival de Jerez, en días pasados.

Este año son cerca de 900 los cursillistas que se inscribieron para los 36 cursos de varios niveles. Las diferencias empiezan por lo económico. Unos, sin problemas de liquidez, se apuntan a varios cursos cada año -el precio medio ronda los 300 euros- mientras otros se pasan años ahorrando para venir a uno.

En la sala del Teatro Villamarta está Angelita Gómez, la otra gran maestra, la maga de los pellizquitos, una de las primeras, año tras año, en agotar sus cursos de nivel medio de buleríaa de Jerez. Ataviada con su falda lila con lunares blancos, comenta: "Vamos, bailando, bailando, bailando", evitando que las alumnas se limiten a ejecutar los pasos solamente. La clase, exclusivamente de mujeres, algunas españolas (hecho raro en el Festival) ejecuta los saltitos, los trucos de hombros, mueve las muñecas y busca la sutileza que tiene el baile de la maestra. Pero en la búsqueda exhaustiva de esos momentos mágicos a veces se pierde el compás. "¿A qué estáis esperando: a que termine el cante?, ya va casi en el remate", sonríe.

Las alumnas no entraron en la bulería, y vuelven a intentarlo, esta vez con éxito. "Es un deber mío transmitir lo que es la bulería de Jerez, el soniquete es muy importante y aunque no entiendan la letra por la lengua, deben saber dónde está la caída del cante y eso es música", afirma la maestra. Sobre su arte tan especial explica que el truco reside en la feminidad: "Se ha perdido la coquetería en el baile, se cambiaron los papeles y las mujeres bailan como los hombres y ellos como ellas".

A una señora no se le pregunta la edad, así que no sabemos cuántos años tendrá Sandra Camerón, pero la apuesta recae sobre los 70. Vino de Estados Unidos, rubia, de ojos azules, ya un poco encorvada, pero se parece a Dorothy, del Mago de Oz. Cuando se pone sus zapatos rojos no para de bailar. Son esos mismos zapatos los que la llevaron a la clase de soleá de Inmaculada Aguilar, a la de seguiriya de María del Mar Moreno y a la clase de farruca de Manolete.

Este último la llevó incluso a "faltar un día por cansancio", según sus propias palabras, porque "él salta, gira y termina en zapateados muy raros y rápidos". La verdad es que la clase de Manolete, quien ha traído la farruca a la luz flamenca, no es para cualquiera. Su baile es racial, duro y sentido.

En la clase están todos de pantalones, hombres y mujeres. Él con sus zapatos callejeros tiene un zapateado más fuerte y más limpio que cualquiera de sus alumnos, también es, a pesar de su estatura, el que se eleva más alto. Él se proyecta en giros en el aire y termina en zapateados, precisos, rápidos, limpios que no están al alcance de todos. Habla tranquilamente y despacio como el sabio que es, y considera que "en general el nivel de los alumnos es bajo, es necesaria paciencia". Y él la tiene.

"Vamos, memoria, colocaciones, brazos, cabezas y actitud", ordena Javier Latorre, glamouroso en su chandal Adidas. Tararea la acentuación del martinete y los alumnos repiten el extraño mantra que sólo los bailaores y aspirantes entienden. Explica "hombro, trá, trá, riaá" y marca las diagonales acentuadas.

El nivel es básico, pero con las palmas a compás y siguiendo al maestro nadie se equivoca. Los tres hombres de la clase no le quitan la mirada de encima, siguiendo el ejercicio de las demás. Empieza la escobilla, el maestro los mira con lupa y los para: "Cuerpo arriba. Hay que separar la cintura de la cadera", ejemplifica. En un francés correctísimo llama a una alumna aparte y explica "c`est la gauche" y hace la escobilla con ella. Las alumnas que tienen las cámaras encendidas se llevan un regalo: cinco piruetas perfectas de Javier Latorre.

Para el coreógrafo, los alumnos eligen el maestro con quien quieren estar, no les importa el palo así que hay muchos niveles. Para solucionar ese tema Latorre empieza "las clases por arriba para ver por dónde puede respirar cada uno", explica.

Luego el trabajo se basa en "dar información, claves técnicas, estructura, interpretación, color y encauzarles la visión". Y luego por otra parte están las "flamenco holidays, a las que vienen para emborracharse, emborracharse de flamenco y los que pueden, a ligar", sonríe.

La densidad de la seguiriya se siente en la clase de María del Mar Moreno, donde no sólo la profesora sino todas las alumnas están vestidas de negro. En este escenario monocromático sobresale apenas una camiseta verde que descubre al único hombre, Antonio, un mexicano. Empieza la falseta, las alumnas expresivas y de semblante cargado se dejan llevar por las vueltas quebradas y ejecutan el tirón volcánico del baile de Moreno. La profesora las para y ejecuta los cortes quirúrgicos de los giros: "Una, dos, no me la doy, me la doy, no doy y cuando la doy, la doy".

Una alumna menos flamenca -con gafas, flequillo y piercing- se pone a pensar. Ella la llama y explica, una vez más, "escúchame y mírame", vuelve a hacerlo y pregunta: "¿Ahora va mejor?". La alumna accede a la explicación moviendo la cabeza afirmativamente. Mas un aviso "nada de quedarse con las manos muertas".

La bailaora jerezana, que está en el festival como docente desde su comienzo, menos los años donde ha estado en gira, explica que "los alumnos se apuntan casi siempre a un nivel más alto del que tienen en realidad, pero este año el curso de seguiriya está casi perfecto, aunque tenga alumnos de los 15 a los 70; es una maravilla", remata.

La sala de la bodega de los Apóstoles es amplia y tiene una luz inmensa que entra por unas gigantescas ventanas. Los alumnos de espaldas a la luz y de cara a sus reflejos se dejan imbuir del espíritu del tiento, para luego rematar por tango, un altibajo que se refleja bien en la coreografía de nivel medio de la clase del jerezano Andrés Peña. El maestro ejemplifica los braceos: "brazos grandes, grandes" y su movimiento consigue ser mayor que sus cuatro alumnos que miden seguramente unos dos metros cada uno. En la primera fila está un grupo de asiáticas que al revés de los demás caminan con los pies estiradísimos, denunciando una marcada anterior escuela clásica; la expresión facial la concentran con movimientos en la boca.

La clase se divide en dos grupos y el primero suele saber más que el segundo, a quien el maestro pide "un zapateado más limpio por favor, hay que esperar". Vuelve a ejecutar la secuencia y deja el aviso: "Mañana hay que tener esto clarito". El profesor comenta que "en cada curso hay siempre siete u ocho que se enteran de poco y en general la gente de Japón es quien tiene mejor nivel". Por otra parte señala que "en el Festival siempre lo paso muy bien. Además es un buen escaparate que tiene repercusión mundial".

La humedad es inmensa en la peña Tío José de Paula y parece imposible respirar. Las alumnas están chorreando de sudor, de todas maneras llevan bufandas, chaquetas, pantalones y jerseys de manga larga puestos. Es un tratamiento de adelgazamiento de bailarines, una especie de sauna que hacen a su cuerpo.

No hay equívocos, aquí se lleva a cabo la clase de perfeccionamiento de rondeña, la única de la primera semana del Festival y para la cual son necesarias credenciales. Liderándola está la maestra Rafael Carrasco, que con su voz dulce y sus gafas bien colocadas va dando instrucciones a esta compañía improvisada.

Es un placer verlas bailar todas juntas en harmonía visual y auditiva, pero Carrasco busca la perfección: "Quiero bien definidos esos tacones, hay que definir bien las diferentes sensaciones entre las plantas y el chaflán para la preparación del giro". Ejemplifica la espera de los tiempos de silencio. "Siete, ocho, nueve, diez" toca las palmas, marca con la lengua los sonidos que tienen que hacer y ellas los bailan.

"Despacito ahora para disfrutar la letra". En esta clase está el cursillista más joven del Festival, porque una japonesa, que embarazada de 26 semanas, está haciendo el curso y no parece incomodada lo más mínimo por la hermosa barriga que tiene. Rafaela Carrasco comenta: "Yo también bailé hasta los ocho meses de embarazo. Es una sensación riquísima. También lo hice sobre las tablas de los escenarios porque el médico me dijo que hiciera mi vida normal", explicó.

La maestra comenta: "Siempre me gusta tener niveles más altos porque el resultado se ve muy pronto, aunque aquí el curso sea de una sola semana". En el mismo escenario están las clases de Pilar Ogalla, que imparte alegrías en nivel de iniciación, el más bajo del Festival de Jerez. De una clase a otra la diferencia es abismal. Estas alumnas aún están aprendiendo el diccionário corporal del punta, planta, tacón. Incluso en la manera como se visten o con faldas demasiado cortas o sin vuelo que les atrapan las rodillas a la hora de moverse, con demasiados accesorios: pendientes, collares y pestañas postizas. Se les antoja un largo recorrido por delante.

Pero, directamente proporcional tienen las ganas y la ilusión que ponen y, aunque sus cuerpos aún no les contesten, les brillan los ojos cuando el cantaor entona "Tiritran, tran, tran, tran". Ogalla las va animando "que toma, toma, arriba, cambio" y sigue "caderita, caderita" y lo hace ella delante para que la vean. Para la joven gaditana es el primer año como maestra en el Festival, fruto de su éxito con su pareja, Andrés Peña. "Estoy muy agradecida de estar aquí dando clases, pero también me gusta estar como bailaora". Sobre el nivel se siente "orgullosa de iniciar a estas alumnas en el baile".

A la misma hora en una sala del Teatro Villamarta, la animosidad de la guajira contagia a las alumnas. Los abanicos que se abren y se cierran a la vez hacen un agradable "triiiiaaaá"; Mercedes Ruiz dentro de su chandal les sonríe "cabeza, eso es, remetimiento" y va animando a los paseos. Visualmente la clase exclusivamente de mujeres parece una fotografía, simétrica y precisa.

Divide la clase en dos grupos y les da aliento: "Ahora está precioso, ya podéis grabar". Las alumnas, casi histéricas, sacan sus cámaras, no quedando casi nadie para bailar. Mercedes se ríe: "Hay qué hacer dos grupos" , algunas acceden a unirse a la coreografía. Una de ellas siente necesidad de justificarse, "es que si no la grabamos en dos meses se nos va. Así la tenemos con nosotras". Es el ultimo día y las alumnas están bastante emocionadas. Mercedes saca a una tímida perfeccionista que tiende a esconderse y la pone delante: "Venga es la última de las últimas". La chica es muy graciosa y coqueta con su abanico, Mercedes le sonríe. Se termina la clase, diplomas entregados. Una chica empieza a llorar. Las alumnas de Taiwan piden a la profesora que les firme su foto en el Diario de Jerez y que las abrace y sonría para la cámara. También le dan regalos típicos, como máscaras y vestidos chinos. Todas a la vez preguntan cuándo va a ir a sus países.

Una alumna española observa y se explica "estamos locas por ella". Mercedes Ruiz está agotada: "Son clases largas y hay que tirar mucho de las personas. Ellas están cansadas y es necesario darles fuerza e incentivarlas". La joven profesora imparte clases desde 2003 y el nivel le "parece cada vez mejor". Algunas se quedan esta semana, otras se despiden hasta 2009.

Una japonesa bailando por zambra hizo llorar a Matilde

Hay momentos únicos en la trayectoria profesional de un artista. En el final del curso de zambra impartido por  Matilde Coral, ésta empezó a llorar por el desempeño de una de sus alumnas. Naoko, una japonesa,  puso a toda su clase ovacionándole boquiabierta. La maestra de las maestras dijo "esto no se aprende, ni se enseña, nosotras hacemos igual para todas, pero ella está tocada por el duende" y animando a las demás dijo "todas habéis hecho una labor perfecta".  Para concretar la emoción que había sentido en aquel momento, Matilde Coral regaló a la cursillista el mantón con el cual había bailado toda su vida.

La alumna que no se enteraba muy bien del castellano le hacía reverencias, mientras la maestra decía:  "Ha surgido aquí un ángel, un compendio de cosas bien hechas, la cabeza, los pasos, los pitos. Ha bailado como una verdadera gitana y eso es algo que no se puede explicar porque es alguien que viene de muy lejos. Hoy creo más en Dios, me ha dado una inyección de credibilidad". 

La zambra, como explicó, "ha sido un 'boom', y puede que el próximo año la volvemos a repetir porque todas las alumnas la quieren. Después de que Marina Heredia ha vuelto a grabar una muy bonita, ha vuelto a estar de moda, porque ahora ya nadie bailaba zambra".

Actualmente y como explica Matilde Coral, ella sigue siendo la alma máter de su academia, pero el trabajo mayor es de su hija, Rocío Coral: "Porque con 73 años y una prótesis en la rodilla ya no se puede bailar bien". A la familia se añadió también una repetidora que las ayuda en las clases.

Este esquema les ayuda a fidelizar a las alumnas que vuelven cada año y "están cada vez más profesionales, como Carmen, nuestra alumna alemana que vuelve cada año" explicó.

Para concluir, Matilde Coral narró que "pedí a Dios un imposible, dar clase a alumnos de todo el mundo, y me lo ha dado en bandeja. Eso es un privilegio".

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