Cultura

La 'dolce vita' tras Berlusconi

Drama/comedia, Italia, 2013, 150 min. Dirección: Paolo Sorrentino. Guión: Paolo Sorrentino, Umberto Contarello. Fotografía: Luca Bigazzi. Música: Lele Marchitelli. Intérpretes: Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli, Carlo Buccirosso, Iaia Forte, Franco Graziosi, Giorgio Pasotti, Massimo Popolizio. Cine: Avenida.

¿Es posible rehacer La dolce vita? No. Hace poco decíamos, a propósito de Una familia de Tokio, que es más fácil copiar un cuadro que una película. Y que es más fácil falsificar el estilo de un pintor, pintando cuadros nuevos como si fueran suyos (ha sucedido: Elmyr de Hory, sobre quien Welles hizo de F for Fake, colocó cuadros falsos pintados al estilo de Matisse, Renoir o Modigliani en museos) que copiar una película o falsificar el estilo de un director. Afortunadamente Sorrentino no hace un remake de La dolce vita ni copia el estilo de Fellini. Al igual que Yamada hace con la obra maestra de Ozu -y es curioso que las dos películas convivan en la cartelera- Sorrentino homenajea a Fellini sin copiarlo; y se inspira en La dolce vita -y otras obras fellinianas como Giulietta de los espíritus o Roma- sin rehacerla. Les une la desmesura barroca. Les separa el genio: el de Fellini era mayor (la irregular filmografía de Sorrentino lo demuestra, con grandes obras como Las consecuencias del amor o Il divo y petardillos -siempre con algún interés- como Un lugar donde quedarse). Por eso hace muy bien en aludir en vez de copiar y en cultivar su propia forma de exceso en vez de imitar las del irrepetible maestro.

Toma de La dolce vita la idea argumental del personaje-guía para viajar con él por los cielos/purgatorios/infiernos de la alta sociedad (de sangre, de dinero y de chanchullo) romana. Ahora el Virgilio que nos guía por estos infiernos/purgatorios/paraísos (el único paraíso, en realidad, es la ciudad misma) es un maduro escritor de una única novela reconvertido en un rico, cínico y desencantado cronista de sociedad que vive en un ático con su característica terraza romana abierta al Coliseo que bien merece la venta de su alma. Podría ser el protagonista de La dolce vita treinta años más tarde.

La Roma que retrata -lo deja claro desde la fiesta tan espléndida y desaforadamente filmada que abre la película- ya no es elegantemente decadente ni desenfrenadamente vital, como la de Fellini. Es la asombrosamente hermosa ruina de siempre; pero invadida por miserables macarras y horteras que apestan a dinero sucio y nuevo, intelectuales de pacotilla, periodistas vendidos, artistas supuestamente vanguardistas, gurús de la cirugía estética, proxenetas de altos vuelos... No estamos en el boom de los años 50, las grandes estrellas ya no ruedan en Cinecittà y los paparazzi no las persiguen por Vía Veneto. Berlusconi ha pasado por Italia y La gran belleza hurga con despiadada ferocidad en sus huellas putrefactas. Roma sigue siendo Roma. Tanta belleza no puede desaparecer con el bunga-bunga. Pero la vida que se agita en ella es infinitamente más vulgar que hace cincuenta años.

Un soberbio Toni Servillo es el Virgilio de estos infiernos/purgatorios/paraísos poblados por una fauna estúpida, oportunista, superficial, arribista, vulgar, ambiciosa... Sumen adjetivos. Todos se quedan cortos ante la soberbia catarata de imágenes que vuelca Sorrentino con talento deslumbrante. Fellini ha pasado por él, no cabe duda. La gran belleza corta el aliento durante su larga proyección que se hace corta. Y estalla como un maravilloso, ácido, divertido, amargo y esperpéntico juego de fuegos artificiales funerarios. Es lo mejor que Sorrentino ha rodado hasta ahora. Tal vez Paolo esté ya listo para ser el Federico del siglo XXI.

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