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Gabriela Maura de Herrera

  • Las Maura (Editorial Almuzara, 2019) es el título del último libro publicado por Clara Zamora Meca, periodista, escritora y profesora de Periodismo de la Universidad de Sevilla. En él se recogen las vidas de las mujeres que rodearon la figura de Antonio Maura, presidente del Consejo de Ministros en cinco ocasiones durante el reinado de Alfonso XIII. Ofrecemos aquí varios extractos del capítulo dedicado a una de esas mujeres, Gabriela Maura, gran aficionada a la caza que tuvo un noviazgo con el jerezano Pedro Soto Domecq, abogado y diplomático que acabaría en la Orden de San Bruno en la Cartuja de Jerez.

El origen de todo ser humano queda marcado por la aleatoria transmisión de los caracteres paternos y maternos al embrión. Es ésta la mayor y más importante herencia que recibimos. En los cuarenta y seis cromosomas que tenemos es donde se encuentra este importante factor hereditario, localizado en los genes, que portan dicha herencia. Éstos son proporcionados por el padre y por la madre en igualdad de número. Según cada caso, consiguen tener la misma potencia o ser uno más vigoroso que el otro, denominándose en este caso “gen dominante” frente al “gen recesivo”. Si así sucede, sólo se manifiesta el primero; aunque el segundo no desaparece, pudiéndose encontrar en las siguientes generaciones. En este sentido genético, la herencia de la protagonista de esta semblanza fue muy radical, estando claramente dominada por el gen paterno. Quedó así definida, por su antagonismo al carácter materno, su personalidad. Gabriela Maura de Herrera fue la más Maura de todas las Maura. Toda una suerte, pues es la primera biografía de una mujer de sangre Maura que aparece en este libro. (...)

El amor de Gabriela Maura por las aves que mataba era exorbitante, desmedido, colosal. Ni el más meticuloso ornitólogo podría conocer la exactitud de los detalles que ella dominaba. Me refiero fundamentalmente a la becada, arcea, beca, bechada, picuda, polla, parda, gallinuela, galinhola, gallina ciega, gallineta, sorda, chocha-perdiz, mingorra, pitorra, cega (en mallorquín), nombres por los que se le conoce en España a esta ave migratoria de caza según las regiones. (...)

Si su padre, el duque de Maura, demostró en vida un amor desorbitado por las bellas letras –pasión que sigue viva en muchos de sus descendientes, aludiendo de nuevo al juego genético que he utilizado para encabezar esta historia–, en la misma medida vivió Gabriela su relación con la cinegética. (...)

Gabriela Maura de Herrera nació en Madrid en el invierno de 1904 (...). Un momento glorioso para el continente europeo, que se vanaglorió de su sabido estatus mirando a su alrededor con acusada soberbia, actitud que seguimos pagando a día de hoy. No le interesó nunca a Gabriela el exterior de sus fronteras españolas, si no fuera para relacionarse con otros cazadores. (...)

Los veranos los pasaban en Mortera. Una tarde cualquiera, fue Gabriela con una amiga al Real Club de Tenis de Santander. Al entrar, se cruzó con un chico alto, rubio y bien parecido. A la virilidad básica, aquel joven unía la dignidad y el equilibrio propiamente masculino, que por supuesto no todos los hombres poseen. Ese santanderino debía amar como un gentlemen. “¡Qué chico tan guapo! ¡Me voy a casar con él!”, le dijo a su amiga con determinación. “¡Pero si tiene novia!”, le espetó su amiga. “Y eso a mí, ¿qué me importa?” Creo que nada puede evidenciar mejor el carácter de Gabriela. Se casaron, por supuesto, ¿alguien lo había dudado?; aunque no fue fácil, como a continuación detallaré. Si no tan bella como él, Gabriela era una mujer fuerte, con grandes encantos, fuego en las pupilas, de caminar ágil y que no daba pábulo a las aburridas burguesas de la sociedad de la época. Si ella algo quiso, algo tuvo, en su propia sencillez. El distinguido joven era Ramiro Pérez de Herrera. Un adinerado burgués que la madre de Gabriela no vio con buenos ojos, dadas las aspiraciones sociales que tenía para sus hijas (...)

El noviazgo entre Ramiro y Gabriela no estuvo libre de crisis, dadas las pocas facilidades que la familia de ella brindaba. Los orígenes de aquel guapo santanderino estaban vinculados al negocio naviero. Su abuelo, Ángel Bernardo Pérez y Pérez, natural de Ruiloba (Cantabria), era hijo de Bernardo Pérez López y de María Pérez de la Riva. Esta familia Pérez, de Ruiloba, entroncaba con la de Antonio López López de Lamadrid, I marqués de Comillas, a través de un pariente lejano. Ángel Bernardo se unió a la aventura americana y emigró a Cuba, a Cienfuegos, con Claudio López López, dónde fueron ayudados por su hermano, el marqués de Comillas. A su regreso a Santander, en 1853, con treinta flamantes años y buena disposición económica, fundó el negocio naviero Pérez y Cía. Asimismo, se vinculó a la sociedad del marqués de Comillas, que pasó de llamarse Vapores de Antonio López a la emblemática Compañía Transatlántica Española. Además, en 1882, fundó la Cámara de Comercio de Santander, siendo su primer presidente. Pérez se casó con Carolina Eizaguirre Prado, hija de Juan Carlos Eizaguirre Bailly, consejero delegado de la Banca Calderón, y de María Ramona de Prado y de la Granja. El matrimonio se construyó una casa que llamó Las Carolinas, un lugar paradisíaco, que sirvió de recreo para varias generaciones posteriores hasta su venta. El matrimonio Pérez Eizaguirre tuvo siete hijos. El segundo, Ramiro, fue el suegro de Gabriela.

En aquel período que la joven pareja rompió su noviazgo, la joven Maura conoció a Pedro Soto Domecq, un guapo jerezano que ostentaba el condado de Puerto Hermoso. Dos años mayor que ella, este abogado diplomático era hijo de Fernando Soto Aguilar Fernández de Bobadilla Tamáriz-Martel, marqués de Arienzo, y de María del Carmen Domecq Núñez de Villavicencio. La relación de Gabriela con Jerez fue estrecha en aquellos años, fomentada por el matrimonio de su tía María del Carmen del Herrera con el conde de los Andes, de esta solera tierra andaluza. La joven madrileña y el guapo jerezano se divirtieron juntos un tiempo, pero ella no podía olvidar a su rubio amor norteño, por mucha manzanilla y gracejo que el sur le proporcionase. Hizo bien en examinarse antes de seguir adelante. Aquel idilio terminó tan bien como había empezado, ninguna cabeza cortada, ningún torturado, ¿o sí? El conde de Puerto Hermoso cantó su primera misa en la Cartuja de Miraflores de Burgos en 1954. La noticia revolucionó a todo Jerez. “Que si el fantasma de una misteriosa mujer, que si un fracaso amoroso, que si el deseo de expiación de algún mal cometido”; aunque quizás la razón pudo ser mucho más sencilla: oyó la llamada de Dios. Para tan importante ocasión, Gabriela Maura le hizo el alba que llevó debajo de la casulla, que también bordó ella en oro con todo el cariño y la dedicación que le profesaba a su buen y querido amigo de juventud. Pedro Soto Domecq murió con el hábito de la Orden de San Bruno, siendo procurador de la Cartuja de Portacoeli de Valencia, en 1980.

Gabriela, rauda, emprendió el vuelo hacia el cielo ávido. Retomó la relación con Ramiro Pérez de Herrera. “Mi madre seguía loca pirulera por mi padre”. En mi tierra, diríamos que “bebía los vientos” o que estaba “enamoraíta perdía”, pero esto es un amor a la santanderina y yo de eso, francamente, no tengo ni idea. Finalmente, tomaron la decisión de unirse en santo matrimonio y los duques de Maura la aceptaron. El 12 de octubre de 1933, se casaron en Biarritz, donde estaba su familia se expatriada tras la proclamación de la Segunda República. Para entonces, ella ya había sido subcampeona de Europa de tiro al pichón en la modalidad mixta. La boda fue triunfante, llena de majestad voluptuosa. Al llegar a la iglesia de Sainte Eugénie, donde tuvo lugar, dos Rolls Royce marcaban la escena: el del novio, propiedad de su tío; y el de la novia, propiedad de su padre. Parecía que todo estaba en orden, a la altura, Nuestra Señora de las Angustias, desde sus altares, pudo descansar ese día. En la literatura romántica, este momento se culminaría así: “… Y ella rozaba con sus pies desnudos y con sus alitas las copas llenas y los cabellos del hombre; y al final le puso el talón sobre una sien y lo mantuvo así apretado y él cerró entonces los ojos; estaba verdaderamente pálido como el paño de lino”.

Las dos aficiones de Ramiro Pérez de Herrera, el ya marido de Gabriela, eran la navegación a vela y el golf. Si bien él, por estar con ella, se inició en la caza sin alcanzar nunca el grado de apasionamiento de su mujer, ella ni siquiera hizo el intento de adentrarse en las aventuras deportivas de su marido, “demostrando así que las mujeres mandáis más, mucho más. Y quien no esté de silencio sepulcral. Berta, su guapa mujer, estaba sentada detrás de nosotros. “Qué matrimonio más bien avenido,–pensé yo–, él provoca y ella no se inmuta, el culmen de la armonía marital”. Alfonso, su sobrino, mi director, también estaba presente. Naturalmente, captó el sentido de aquel silencio, en el que todos esperábamos un comentario femenino, pero ni Berta ni yo dijimos nada, evidenciando así que estábamos de acuerdo con su afirmación. Como hubiera dicho el duque de Maura, el padre de Gabriela, si hubiera estado delante: “Las personas inteligentes son mucho más comprensivas que las necias para convivir con la tontería ajena. El choque violento se produce, de modo casi indefectible, entre dos necedades de signo contrario” (...)

El joven matrimonio se instaló en Madrid. La rauda cazadora bordaba muy bien y también escribía con soltura. Todos los días dedicaba un buen rato a sus epistolarios con los distintos cazadores con los que comentaba sus jornadas de campo. Al año siguiente de su boda, en Mortera, nació su primer hijo, Ramiro. Una inmensa alegría que sirvió para comenzar a construir un hogar donde no faltó el amor, ni la confianza, ni la autoridad, ni la alegría. Aquel nieto de Gabriel Maura heredó el carácter apasionado de su madre, pero en otra vertiente: la intelectual, en perfecta armonía con su abuelo Gabriel. De nuevo el juego genético hace arder las fichas con fuegos sagrados. Y así, sagrada, fue la biblioteca morterana del duque de Maura, cuya fama alcanzó a toda la cima ilustrada de aquellos años. No exagero en esta apreciación. Ramiro, a quien su madre debía reñir durante la infancia, porque comía con un libro escondido entre las piernas para no tener que dejar de leer, fue siempre un excelente estudiante.

Jesús Aguirre, el que fuera duque de Alba, competía con él en las aulas escolares del Colegio de La Salle, de Santander. Su madre, soltera, decía al maestro que no entendía por qué le habían puesto la matrícula de honor a Maura cuando su hijo la merecía mucho más. Ramiro y Jesús fueron amigos toda su vida. En su juventud, el luego cura jesuita solicitaba a su amigo acudir a Mortera, a consultar la biblioteca de su abuelo. En la literatura romántica, imagino ahora una escena en la que Maura ofrecía a Aguirre un librito mágico y él, al abrirlo, se convertía en una nube de fuego azulado ducal, muy ducal todo. Lo dejo ya que me pierdo por estos senderos.En contraste con la alegría íntima que produjo el nacimiento de su primer hijo, la situación política en España era lamentable.

En marzo de 1935, los republicanos intentaron quemar la iglesia de los Jerónimos. Esta iglesia, tan próxima al escenario que nos acompaña en todo este libro, fue donde se bautizó Gabriela y donde oía misa todos los días a las diez de la mañana. Ya habían quemado varias iglesias en Madrid, incluso un colegio de niños pobres, el Colegio Maravillas. Al intuir las intenciones de aquellos bárbaros, Ramiro salió hacia allí corriendo para evitar la quema del templo cristiano. Llevaba una pistola, al igual que un De la Cierva, y muchos otros señores; pero sólo aquellos dos tenían permiso de armas, así que, al llegar los milicianos, fueron los que dieron la cara por todos. Era el 11 de marzo. Ambos fueron encarcelados en La Modelo, donde, coincidentemente, estaba también José Antonio Primo de Rivera. Gracias a la valentía de Ramiro se evitó la quema de los Jerónimos. Su mujer se dedicó en cuerpo y alma a intentar sacarlo de la cárcel. Llamó primero a su tío Miguel Maura Gamazo, que no se puso al teléfono. Finalmente, una prima monja, Carmen de la Cuesta Maura, que tenía un contacto influyente, intercedió para que soltaran a Ramiro. Así fue que quedó en libertad.

La consecuencia de aquello fue el pánico sembrado en Gabriela. Tres días enteros estuvo llorando, insistiéndole a su marido para que huyeran de Madrid. Como era natural en ella, lo consiguió. Se instalaron en Estoril, donde ya estaba prácticamente toda su familia. El matrimonio se estableció con su bebé en Villa Rosmanino. Acudieron allí también sus dos cuñadas: Asunción Pérez de Herrera, cuyo marido, Joaquín Cervera Balseyro, estaba preso; y Dolores Pérez de Herrera, cuyo marido, Fernando Pereda Aparicio, se quedó en la zona nacional que era entonces Burgos. Ramiro también estuvo en esa zona como conductor del comandante Luis Goded Llopis, hermano del conocido general Goded31. Los padres de Gabriela estaban en Villa Dar-Beida, junto a su hija María del Carmen, que, casada con Joaquín Álvarez de Toledo Caro, duque de Medina Sidonia, dio a luz en agosto de 1936 a su única hija, Luisa Isabel. Justo un mes antes de nacer aquella niña, Gabriela alumbraría en Lisboa a su segundo hijo: Jaime, que tuvo una capacidad extraordinaria para los negocios.

La compañía Pérez y Cía se había estabilizado a la alza en manos de Ángel Pérez Izaguirre, hijo de su fundador. A su muerte, su hijo Alfonso Pérez Sanjurjo continuó con la empresa familiar hasta que fue asesinado en la guerra civil. Éste fue el motivo por el que su primo Ramiro, junto a Gabriela y sus hijos, fueron a vivir a Santander. El intachable gentleman que fue el marido de nuestra protagonista, siempre con la raya del pantalón perfecta, era un gran asiduo a La Real Gran Peña madrileña y a las tardes de toros, pero en los negocios tan sólo supo mantenerse a flote. Fue con la llegada al mando de su hijo Jaime cuando la empresa despuntó con creces, transformándose en una entidad de gran importancia internacional con beneficios que repercutieron en todos los miembros de esta familia.

Dos años después de Jaime, en agosto de 1838, vino al mundo Borja, quien mantuvo con su madre una deliciosa relación marcada por esa pasión cinegética, en la que él siempre la siguió. “Tuve fama de perezoso en mi casa, porque sacaba notables, cuando la normal en mis hermanos eran calificaciones de sobresaliente para arriba. Sin embargo, fui el preferido de mi madre, siempre estaba con ella”.

El nombre de Borja fue un recuerdo que Gabriela quiso hacer a su amiga Isabel Falguera Moreno, duquesa del Infantado. Había perdido unos días antes de nacer Borja un hijo del mismo nombre. Lo mataron en el Frente de Bilbao. Tras consultárselo, Gabriela rindió aquel bonito homenaje a la memoria del hijo de su amiga, recordándolo en la criatura que ella alumbró pocos días después. Isabel Falguera ejerció además de madrina de bautismo, siendo el padrino su tío Ángel, el hermano soltero de Ramiro. Borja Pérez-Maura de Herrera es un señor de una vez, con un agudo sentido del humor, que se disipa entre el dulce encanto de su personalidad. A la sobriedad obligada de su educación, se le escapan brillos de entusiasmo de una, estoy segura, potencia pasmosa en la verdadera llave de su cámara espiritual. (...)

La III duquesa de Maura vivió con el veneno de la caza. Un nuevo escalofrío recorría su cuerpo en cada ave que caía. Ella elevaba ese arte a la altura de la gran poesía. Eligió para ello una actividad masculina, fuera de la esfera de las delicadas sedas importadas que su madre ponía sobre su cama para incitarla a ir a las grandes fiestas de sociedad. No es una mera cuestión de convencionalismo social, ni nada tiene que ver con la costumbre. La estructura anatómica y el funcionamiento fisiológico del varón atienden a determinados aspectos de fuerza y cualidades apropiadas para el desarrollo de la actividad cinegética.

La diferencia de sexos está programada por la naturaleza, es una cuestión de supervivencia, para no extinguir la especie. Aún sin esa estructura corporal idónea que la genética brinda al sexo opuesto, ella estuvo siempre a la altura, cazando entre ellos como uno más del grupo, sin distinciones.

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