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La ciudad de la historia por Eugenio J. Vega y FCO. Antonio García

No me llames Denis, llámame Dionisio

YA que estaba en París por asuntos personales pensé que podría acercarme de un salto a la basílica de Saint-Denis, cuna del arte gótico, para ver el hogar del abad Suger. Al san Dionisio que se dedicó a cristianizar a los habitantes de la Francia del siglo III, actividad que le costó la pérdida de la cabeza hacia el año 272, se le conoce como Saint-Denis (no me llames Dionisio, llámame Denis).

Utilicé el metro para desplazarme. Como un Hades abandoné el mundo subterráneo y salí a la superficie con ánimo de encontrar a mi Perséfone recogiendo flores. Pero no era primavera, sino un húmedo otoño. Si bien no caía una cortina de agua, un "visillo" era lo suficientemente molesto como para que la cámara de fotos se resistiera a salir de su funda. A regañadientes me permitió abrir su objetivo un par de instantáneas para dejar constancia de una fachada a medio restaurar. Y es que la basílica de Saint-Denis, como si de una iglesia jerezana se tratara, estaba revestida de andamiaje.

Entré en el momento en que acababa de comenzar la misa. Pensé esperar fuera a que finalizara la liturgia, pero… cambié de opinión y decidí que "Saint-Denis bien valía una misa". Como nunca antes había estado allí me comporté como un verdadero catecúmeno y presencié la ceremonia desde el nártex. Finalizado el acto, tronaron los acordes de un inmenso órgano haciendo que me estremeciera.

Por favor, Gustavo Adolfo, dile a Maese Pérez que afloje la presión de sus dedos que ya ha causado el efecto que pretendía.

Ahora sí; una vez frenado el ímpetu inicial, las notas fueron flotando por el espacio del primer gótico de la historia, envolviendo los innumerables arcoíris que proyectaban las vidrieras, aunque el sol pareciera ausente. Mi corazón, poco a poco, volvió a las 70 pulsaciones, mientras el obispo iba dando su bendición a los feligreses que se le acercaban.

¡Qué cabeza la mía! Olvidaba para qué había venido a la basílica de Saint-Denis. Se me ha ido el santo al cielo y ya no sé ni dónde tengo la cabeza. Si yo venía a hablar del abad Suger, más conocido por sus innovaciones arquitectónicas que por su vida religiosa. Convirtió la vieja construcción en el laboratorio de prueba de sus ideas que luego conoceríamos como estilo gótico. En 1137 comenzó las obras por los pies, con una fachada de tres puertas y un nártex interior con bóvedas de crucería. En 1140 inició la cabecera, que fue envolviendo al templo carolingio del 775, haciéndolo desaparecer. Una doble girola permitía acceder a nueve capillas radiales, prácticamente sin muros. En cada capilla dos altas y amplias ventanas reducían los muros a simples marcos. La luz entraba a raudales a través de las vidrieras. "Es indudable que el efecto producido por la vidriera en el interior de la catedral con sus innumerables luces de colores y el fulgor de los rayos de luz al atravesar las burbujas del cristal son una magnífica alegoría de Dios-Luz" (A. Ruiz Mateos, Conservación de vidrieras históricas, 1997).

Y es que Suger estaba loco por la luz. La luminosidad de su iglesia era lo más importante de su obra, por encima de los demás aspectos. Fue el primero en interpretar el sistema arquitectónico como un simple marco para sus ventanas y en concebir éstas como superficies traslúcidas para adornar con vidrieras. Sobre todo en las ventanas es en donde se nota la influencia de la obra teológica de la luz sobre el abad Suger.

En Atenas hubo otro Dionisio (no me llames Denis, llámame Dionisio), juez del Areópago, primer griego convertido por Pablo, sí, el de Tarso. "Fue una figura trascendental, hasta el punto de que una serie de obras que formaban el Corpus areopagiticum, escritas más de cuatro siglos después, aún se le atribuyen a él, porque él era el importante, el griego, el ateniense, el sabio que, con toda su sabiduría griega, había creído a Pablo" (F. A. García Romero, "San Dionisio, a la cabeza", en Diario de Jerez, 18.10.2013).

El autor de ese Corpus areopagiticum era conocido como el Pseudo-Dionisio Areopagita. Cuando leía el Antiguo y el Nuevo Testamento solo veía luz. En su Jerarquía celestial hay numerosas referencias a Dios-Luz. El Pseudo-Dionisio funde la filosofía neoplatónica con la teología de la luz del evangelio de San Juan. Para él la luz es el primer principio tanto de la metafísica como de la epistemología. Su obra es la fuente principal de la metafísica medieval de la luz, la que inspiró e influyó en el abad Suger.

¿Cómo le llegó a Suger, en el siglo XII, la obra teológica de la luz del Pseudo-Dionisio Areopagita? El papa Pablo, a mitad del siglo VIII, le entregó a Pipino el Breve el manuscrito griego del Corpus areopagiticum, pensando que el autor de esta obra y el obispo mártir francés eran la misma persona. En el primer tercio del siglo IX Luis el Piadoso encargó a Hilduino, abad de Saint-Denis, la biografía de este santo. Hilduino no tuvo empacho en mezclar los datos biográficos del santo francés con los del Dionisio griego y con los del Pseudo-Dionisio creando una nueva y única persona (O. von Simson, La catedral gótica, 1980, pp. 72, 119-121). Cuando Suger se hizo cargo de la abadía encontró toda esta documentación, estudió el Corpus areopagiticum y lo plasmó en forma de nueva arquitectura: la arquitectura de la luz.

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