Cultura

Los papeles de Tàpies

  • La Casa de la Provincia muestra la obra gráfica de un creador forjado en las lecturas de Dostoievski y Proust, Nietzsche y Unamuno, en el pensamiento zen y la filosofía de la ciencia

Tàpies fue un modelo acabado de pintor culto: formado en estrecho contacto con Joan Brossa y Joan Miró, percibió con claridad que el surrealismo era, más que una tendencia artística, un modo alternativo de concebir la vida. Más tarde añadiría a estas ideas lecturas de Dostoievski y Proust, Nietzsche y Unamuno, pensamiento zen y filosofía de la ciencia. Sin duda este bagaje le permitió sintonizar con la obra y la figura de Ramón Llull. Textos de este singular personaje, seleccionados por Pere Gimferrer, componen el libro para el que Tàpies crea la mayor parte de las obras gráficas expuestas en la muestra.

Ramón Llull fue un místico y un pensador, a quien un afán, el de propagar las ideas cristianas, convirtió en viajero, polemista e incluso político. Persiguió en efecto, en años nada propicios para lograrlo, un proyecto de unidad entre todos los reyes cristianos para recuperar Tierra Santa. Pero su pensamiento respecto a la cultura árabe fue mucho menos belicoso e intentó tender puentes entre ambas visiones religiosas. Con ese propósito viajó a la orilla sur del Mediterráneo, aunque allí encontró tanta resistencia en el islam como la que existía en el norte respecto a los mahometanos. Pero el legado de Llull que habría de tener mayor alcance en el futuro fue su ars combinatoria. Era un intento de compendiar todo el saber de la época estableciendo entre los diversos conocimientos conexiones transversales en vez de las relaciones jerárquicas que dominaban en los estudios universitarios, donde todo se dirigía a la exaltación de la teología. Llull intentó un mapa alternativo del saber diseñando relaciones horizontales con determinadas claves o cifras. Este modo de compendiar el saber tendría amplia influencia en Europa, llegando hasta las artes de la memoria de Giordano Bruno, y contaba con un complicado juego de signos y figuras que sólo dominaban quienes se aventuraban por ese gran laberinto.

Tal vez alguien quiera establecer un paralelo entre aquellos signos lulianos y los que aparecen en los espléndidos papeles de Tàpies. Pero quizá la única correspondencia que se puede establecer es el enigma que siempre encierra un signo. En Tàpies encontramos la cruz o el cuadrado, y en estas obras tropezamos con diversos objetos (cuchillo, imperdible, tijera, bastón y una extraña corona circular con clavos dirigidos hacia su centro), pero conviene recordar algo que el propio artista repetía: ni sus signos responden a un vocabulario preciso ni las figuras son réplicas de objetos determinados; sólo son, en uno y otro caso, formas que pretenden sobre todo sugerir y que el espectador debe interpretar desde su propio mundo. Hay una forma más clara: el largo y descarnado brazo que aparece en una de las obras, un miembro separado del cuerpo, con rasgos que se antojan cicatrices. Es un tema recurrente en Tàpies y suele remitir al tiempo y al dolor: uno y otro dejan en los cuerpos sus huellas.

Como en toda la obra de Tàpies, también en esta muestra tiene singular presencia la materia. Solía trabajar con pintura de secado muy rápido para que el gesto quedara impreso, por así decir, en la materia depositada en la madera, el papel o el lienzo. Empleaba además materiales ajenos a la tradición pictórica, como el mármol molido o ciertos refractarios mezclados con la pintura. También se advierte en estos papeles la impronta de la materia: el flocado incorpora al grabado fibras textiles (en este caso terciopelo molido) que confieren especiales calidades táctiles al papel; emplea también en ocasiones el troquel, que rebaja de modo suave pero consistente el plano pictórico, y a la inversa funciona el carborúndum, mezcla de carbón y sílice que crea pequeños relieves. El collage, finalmente, tan usado por Tàpies desde sus primeras obras, no sigue en él del todo las ideas cubistas: más que llevar al cuadro elementos ajenos a la pintura, aquí pretende mostrar la sencilla presencia de la materia y salvaguardar así su memoria.

Dos temas quedan aún que merecen comentarse: el gesto y el color. Destacan, en el primer caso, las huellas de la mano del autor. Impresionan porque invierten en cierto sentido la idea de mano del pintor de la tradición artística. Ésta intentaba por todos los medios ocultar el proceso de elaboración del cuadro, hasta el punto de que la mano del artista era tanto mejor cuanto menos se notara su presencia. Aquí ocurre justo lo contrario: la mano aparece como huella de un esfuerzo material y poético. En cuanto al color, estas obras lo muestran con prodigalidad. Rojos, azules, una gran mancha anaranjada, delicadas gamas de grises, aunque siempre con el peso y la solidez que caracteriza a la materia, con la decidida presencia con que el color aparece en los cuerpos.

Cuatro de las obras de Antoni Tàpies (Barcelona, 1923 - 2012), todas ellas sin título, y en las que el color, en su mayoría rojos, azules, manchas anaranjadas y delicadas gamas de grises, se manifiesta con decidida presencia.

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