Opinión

El pululante y el olímpico

Portada de Boletín de Información. Portada de Boletín de Información.

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Hace unos meses, mi amigo, el historiador Diego Caro Cancela me envió digitalizado un boletín de la unión de intelectuales españoles en el exilio. En este ejemplar, publicado en México en 1957, que conserva la Fundación Pablo Iglesias, se recogen colaboraciones de varios pensadores expatriados y del interior.

Un apartado de este boletín está dedicado a la solidaridad española en el interior, y recoge una carta de José María Pemán a León Felipe con el encabezamiento “Estimado compatriota”. Pemán responde así, también lo hace por separado en el mismo ejemplar Ramón Menéndez Pidal, al agradecimiento que León Felipe había manifestado por la adhesión de numerosos intelectuales, desde dentro de España a la alianza de los españoles en el exilio.

Y Pemán continúa diciendo: “Yo no soy más que un escritor que tengo proclamado en mí el equilibrio de espíritu y la amplitud de convivencia humana que querría ver proclamados en formas más jurídicas e instituciones más nacionales”.

Volviendo a años atrás, en abril de 1932, José María Pemán escribió un artículo con el enunciado ‘El pululante y el olímpico’. En este artículo, le argumentaba a José Ortega y Gasset sus convicciones sociales y se desquitaba llamándolo “superioridad olímpica”. Era la respuesta de Pemán a Ortega quien anteriormente le había llamado con desdén “ese pululante señor Pemán”.

El fondo de la cuestión era que Pemán consideraba que los intelectuales no debían someterse a las tendencias de la época, que valoraban positivamente la voz y la participación pública de los de abajo, lo que él consideraba que era un movimiento de mediocridad. Su posicionamiento mantenía que la intelectualidad española no debía someterse a la soberanía del pueblo, porque ese movimiento los abocaba a la mediocridad. Y definió ese escenario político, asumido por buena parte de la clase intelectual de aquel tiempo, como “la traición de los intelectuales”. 

Pemán conformaba con otros pensadores como Dionisio Ridruejo, Laín, Tovar o Torrente Ballester, entre otros, un grupo cualificado que apoyó con firmeza el movimiento nacional. Pero finalizada la guerra al no ver suficientemente reconocidos por el nuevo régimen los fundamentos que defendían, en casi todos ellos germinó la disidencia.

De este grupo de intelectuales, Pemán destaca tristemente con nota, cuando se presta a presidir las comisiones depuradoras en la enseñanza. Ese desgarro, para aquellos militares en el poder que fueron capaces de fusilar a más de una treintena de generales compañeros de armas, lo entenderían como una complaciente inercia de su victoria militar, pero para un intelectual fue mucho pecado. Habida cuenta de que por esa persecución pasaron la totalidad de los maestros, más de una cuarta parte de estos, con un tercio de catedráticos de universidad, que padecieron expulsión de la carrera, suspensiones, sanciones o traslados. No sabremos nunca con certeza si por eso precisamente comenzaría Pemán la publicación de su confesión general con las palabras «Yo pecador». Y sobre este socavón, ayer y hoy, muchos estarían de acuerdo en opinar que Pemán habría dado una vida por borrar de su historia personal ese error.

En este mismo boletín, Dionisio Ridruejo publicaba una carta dirigida al ministro Arias Salgado quejándose con vehemencia por el silencio español ante una publicación en París y en España sobre Federico García Lorca. Ridruejo le dice al ministro: “A mí me parece que esto pasa de la raya, que es una porquería y que se han atropellado todas las leyes del honor, de la piedad y de la decencia”. Y le sigue diciendo al ministro: “Tu censura nos ha impedido leer en la prensa española un solo recuerdo de D. José Ortega y Gasset en el día del aniversario de su muerte, y hasta la esquela familiar anunciando un sufragio por su alma ha sido eliminada. Está claro que los españoles debemos menospreciar a uno de nuestros más grandes poetas, debemos ignorar a nuestro mayor filósofo y, después, debemos callarnos”.

Con el tiempo, Dionisio Ridruejo, que por sus convicciones y postulados fue uno de los fascistas (de los de verdad) más radicales, quizá fue el que mejor superó su abrupto pasado. Ridruejo tuvo un juicio histórico más benevolente, por haber ejercido una enérgica oposición al régimen nacido de la guerra civil que en su momento había defendido. José María Pemán por su parte, envainando el acero, defendió los postulados monárquicos, y desplegó una moderada oposición al franquismo. Proyectando así, en lo más espeso de la desesperanza, para los españoles que habían perdido la guerra, una solución de concordia. El estilo empleado por aquellos rivales, al llamarse uno a otro “pululante” y “olímpico”, concentra en ambos casos tanta sutileza como la que presume el filo de una espada.

Leyendo esas páginas, con el color de una vida pasada, las proclamas y reflexiones de aquellos que con su pluma eran capaces de llenar almas enteras, uno no puede evitar pensar qué dirían Federico u Ortega si estuvieran vivos. Si León Felipe hoy dirigiera una revista digital y, al ver la vulgaridad con la que no pocos adversarios se acosan de manera tan empequeñecida, pudiera influir para corregirnos.

Hay que decir que aquellos protagonistas de nuestra historia que, habiendo ganado o perdido una guerra, se mostraban amigables y generosos en las páginas de un humilde boletín para supervivientes, ya no quedan en España; sería una queja tan apesadumbrada como inútil.

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