Existe un acuerdo muy generalizado en nuestro país de que tener una sanidad y una educación universal y de calidad es un valor innegociable. Los matices de cómo desarrollarlas podrán ser cuestionables pero el principio que las vertebra está muy asentado. Hay otro elemento esencial para que el Estado de Derecho funcione que no termina de despegar, entre otras cosas porque la ciudadanía no ha sido tan vehemente como con la sanidad y educación; me refiero a la administración de la Justicia.

El derecho a un procedimiento sin dilaciones indebidas y que su pleito no duerma el suelo de los justos, es una quimera. A la endémica realidad de atraso y falta de medios que venían arrastrando los Tribunales se le sumó el Covid, más tarde la huelga de letrados de la Administración, Jueces y Fiscales -salvada por la campana- y la actual de los funcionarios. El efecto multiplicador de suspensiones de juicios y actos procesales nos ha llevado de nuevo a una justicia decimonónica, la del vuelva usted mañana.

La digitalización no ha conseguido aminorar el desastre. De todos los agentes jurídicos, los únicos que aún no han protestado son los más débiles del sistema con mucha diferencia: abogados y procuradores. Va siendo hora. Su sustento depende de los clientes que ven paralizados ‘sine die’ sus asuntos en los juzgados, las retribuciones del turno de oficio que es un servicio público, una indignidad, las contribuciones a la que una vez fue Mutualidad y ahora conserva solo el nombre, un desengaño que está provocando que muchos compañeros después de toda una vida defendiendo la toga no se puedan jubilar.

La consideración social de la profesión está por los suelos y no parece que nadie esté dispuesto a abordar en serio esta problemática. Urge a los profesionales liberales de la Justicia poner pie en pared de una vez por todas.

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