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Trabajar en la universidad como profesor es un privilegio, asunto que obviaré justificar por parecerme evidente. Sin embargo, recuerdo que en mi disciplina, la Economía y, en concreto, la Organización de Empresas, no siempre tal opción profesional era considerada como algo muy deseable para los nuevos egresados: hace treinta y algo años, las oportunidades de empleo y las perspectivas para los nuevos economistas de empresa -una especie en esencia más pragmática que académica- eran amplias y promisorias en lo retributivo, de forma que enrolarse de profesor en algún departamento era de raritos, e incluso de perdedores, a los ojos de no pocos compañeros y mentores de ocasión; el espíritu yuppie regía con brío, corbata reventona y squash (y también traje de Milano apañado). Resultó que, con el tiempo, un par de crisis y algunas caídas desde la cucaña ejecutiva, lo profes "faltos de ambición" pasaron a ser privilegiados del sector público, sin pasar por la casilla de salida y sin llegar ni a oler los salarios de rey del mambo. Paradojas de la percepción y el juicio.
La universidad pública se rige por parámetros distintos a la privada. Podemos mencionar algunos: la primera es más investigadora, de forma que gran parte del I+D+i español proviene de sus filas; es más barata -para el bolsillo privado: se nutre de presupuestos públicos, no de un buen bolsillo paterno-, y no contrata profesores de relumbrón o de tropa con o sin experiencia docente o investigadora, sino que somete la promoción a concursos de méritos y acreditaciones. Y sus profesores están más a cubierto, o sea, si alcanzan una titularidad o un contrato fijo ya doctorados son, valga el ejemplo, objeto preferido de los bancos al dar hipotecas u otros préstamos. Esta seguridad -para algunos, intolerables blindajes-, propicia que algunos profesores no se corten un pelo si le ponen delante un micrófono. Viva la libertad de expresión, parienta de la de cátedra, pero que viva con cierto decoro y razón, o al menos no ostentóreamente (Jesús Gil, tan lejano a la universidad, dixit). Hace poco, en una entrevista a Daniel Arias, profesor precisamente de Organización de Empresas de la Universidad de Granada, el catedrático obtuvo su momentazo Warhol -"En el futuro [Andy lo dijo en 1968], todos serán mundialmente famosos por 15 minutos"- con una frase destinada a convertirse en mítica, legendaria, revolucionaria, disruptiva, de alto compromiso y coherencia: "No enseñamos, engañamos". Ha tardado en darse cuenta, nuestro colega. Con el titular me sobró, reconozco no haber leído ni el destacado.
Ya esta semana, en un acto de dudosa pertinencia y justificación, la universidad se ha dado otro tirito en los metacarpos. Ha sido en Madrid, en la Complu, así llamada por sus Campus Korps. Que Isabel Ayuso no se merezca ser ilustre en un ámbito rectoral o decanal puede argüirse; que se la insulte en jauría y de forma impresentable no es de recibo. Y no es la primera vez: el acoso de impronta mafiosa ha sido, por ejemplo, habitual entre la tropa indepe vestida de uniforme de goliardo de la Generación Zeta, tan posmilénica y centennial. Otro tiro en el pie, pues. Que la ilustre non petita, la alumna de mejor expediente de Periodismo -ojo, Comunicación en tuétano-, dé un discurso tan defendible en el fondo como impresentable en la forma... eso, eso no nos deja cojos: nos deja descorazonados. Decir, como hizo la excelente estudiante, que "los ilustres están fuera" es como llamar Pavarotti a Cañita Brava. Ilustres cafres: "Ayuso, tu madre tuvo que abortar", "asesina". Con amigos como éstos, quién quiere enemigos. Así nos mostramos, así se estremecen quienes se regodean con las cagadas de los universitarios... públicos.
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