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Araíz del 28-F escuché una reflexión sobre la poca importancia que le damos los andaluces a nuestro día más allá de actos institucionales, las actividades escolares y algún evento conmemorativo aislado; que para la mayoría éste es un festivo más de los que nos regala el calendario, ni siquiera el de más raigambre popular o el que concita más expectación. Algo de verdad hay en esa afirmación pero no creo que esto vaya en detrimento de la fiesta ni sea por indolencia. Tengo la intuición de que los andaluces se celebran a sí mismos en muchos días del año sin necesidad de tener que fijar un día concreto.

Estamos -en el buen sentido de la palabra- encantados de habernos conocido, conscientes una veces y dándolo por hecho otras, que vivimos en una tierra privilegiada, más presente aún para quien ha viajado y conocido otras culturas. Esto no es opinión sólo del autóctono, sino de los millones de personas que nos visitan cada año, muchas de ellas para quedarse definitivamente. No necesitamos celebrar nuestra identidad -no porque carezcamos de ella-, sino porque la tenemos tan asumida, es tan abierta que no requiere reivindicarla.

Nos lo habrá grabado en el carácter haber sido una tierra de frontera, un cruce de caminos de diversas culturas que dejaron su impronta pero se adaptaron y contagiaron de una tierra peculiar que dio lugar a un injerto en vez de a la colonización. Eso es Andalucía, un inmenso injerto que se agarra a la tradición pero que es a la vez constante innovación. Así se explica su riqueza cultural y el inmenso desarrollo artístico, el ingenio, el ponerle buena cara al mal tiempo. Los problemas endémicos de nuestra historia aun nos acucian pero ésta nos dice que cuando más unidos hemos estado, mejor nos ha ido y más orgullosos hemos estado, sin alaracas identitarias ni nacionalismos acomplejados.

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