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La semana pasada falleció Nicolás Redondo, líder sindical y figura de nuestra reciente historia política. Como otros personajes clave de la Transición, su contribución a la conformación del Régimen del 78 fue generosa. En estos días en los que las élites políticas, sindicales y mediáticas viven encanalladas en la polarización y la trinchera, recordar trayectorias como las de Nicolás Redondo se hace urgente y necesario.

Cedió en Suresnes la silla de mandamás del socialismo a un joven Felipe González porque pensó acertadamente que tendría más tirón electoral; años después, en plena hegemonía del felipismo, le plantó una de las mayores huelgas generales que se conocen en democracia. Los líderes de los sindicatos mayoritarios que pastorean hoy la lucha en estos lares, aun cuando el mundo se les caiga a sus pies, si el Gobierno es de izquierdas, juegan a "pies quietos", silban con disimulo y miran para otro lado, echando la culpa a los salvajes mercados y al malvado capitalismo. Pero si el Gobierno tiene color diferente, animan mareas, son generosos en declaraciones de indignación por el atropello de la clase trabajadora y te organizan una movilización en menos de lo que canta un gallo.

De Nicolás Redondo se puede aprender entre otras cosas, la coherencia en la defensa de los principios aunque eso suponga tirar fuego amigo, la austeridad material frente a la innecesaria ostentación, el sentido de lo nacional -tan perdido en la izquierda actual- frente a la fragmentación de nuestro tiempo.

Causa sonrojo escuchar estos días como algunos líderes evocan la figura de Nicolas Redondo, resaltando algunas de las virtudes que lo adornaron porque ponen de relieve de una manera aun más cruenta que son las mismas de las que ellos carecen. No es nostalgia ni idealización de un tiempo, sólo la constatación de un retroceso.

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