Cultura de la gracia

No caigamos en el mandato del picapedrero, en ‘la cultura del sol a sol’ y el currelo santificante

Reproduzco un comentario que puse el otro día en mi perfil de Facebook: “Cultura de la seguridad (lo acabo de oír por el caso del submarino del Titanic), cultura de la desgracia, cultura del esfuerzo (este es un clásico), cultura de la frustración, cultura de la guayabera, cultura de festis, cultura del gratis total, cultura del empoderamiento, cultura de la cachimba, cultura del border collie, cultura del Tinder, cultura de single, cultura de la romería, cultura del pelotazo, cultura del team building, cultura de los Simpson, cultura de gym, cultura de la chancla... qué pechada de culturas. La cultura hecha plastilina y multivalencia”. Entresaquemos de esas culturas, como liebre a seguir, la “cultura del esfuerzo”, expresión comodín, pero con sentido.

De entre tanta semántica gratuita y de jerga, es esa una expresión consolidada, que apela, como obligación educacional y profesional, a ciertas cosas con las que no podemos dejar de estar de acuerdo, y entrecomillo la frase aunque no sea de otra persona, sino haciéndola mandato contemporáneo: “Las cosas, los objetivos, se consiguen esforzándose; hay que ser adaptativos, asumir responsabilidades, ser resilientes, positivos y realistas, cimentando nuestra existencia en la constancia y la perseverancia”. Nada que objetar, siempre que no se use –como a veces pasa– otro perejil de todo discurso o propuesta nacida de la corrección política y los decálogos de autoayuda para ser consumidos en un par de tragos: “’desde’ el esfuerzo”. Siempre que no se diga con el que parece inevitable “desdeímo”: “Desde la cultura del esfuerzo, blablablá”. (Acoto, no me contengo. “¿Por qué decimos, correctitos, “desde la responsabilidad”, “desde el compromiso” o “desde el respeto” cuando podemos y debemos decir “con” responsabilidad, compromiso o respeto? O peor: en el fondo, ¿queremos decir “sin ninguna verdadera responsabilidad, compromiso, respeto”? Va a ser eso.)

En un establecimiento hecho trastienda de prodigios del comer y alimentos para el alma de la amistad, el titular hace de mediocentro y asocia en sucesivas paredes a dos mediapuntas que se desayunan sin haberse conocido. Ella se queja –con media boca, y ello no por deleitarse con la tostada de jamón del bueno– de que su hijo ha aprobado en junio después de ir fatal, de esforzarse muy poco, de dar un arreón final y hacerlo como con el tacón. Yo, entrometido, digo, “Perdone, pero eso, técnicamente, es productividad; es para alegrarse”, el chaval responde al mandato divino de la productividad, por encima de la cultura del esfuerzo: a quien el talento se la dé, que la perseverancia no se la agüe, y nos permitimos parafrasear el dicho también divino (y santo). No todos somos Romario, aquel futbolista chiquitín y letal, goleador sin sudar nunca y entrenar casi nada; rey del mínimo esfuerzo –esto es, de la productividad–. Claro que no lo somos, necesitamos trabajarnos los logros. Pero lo que en verdad debemos es detectar nuestras ilusiones y nuestras condiciones, nuestros talentos y afanes del existir, y no caer en el mandato del picapedrero, en la cultura del sol a sol y el currelo santificante. No vale apelar al echahoras de Picasso, que podía trabajar sin cesar y absolutamente ajeno al mundo exterior, ni al “1% de inspiración y 99% de transpiración” al que por lo visto apelaba Thomas A. Edison. Este inventor y aquel pintor son genios. Y al genio, cuando trabaja en flujo y ensimismado con su enorme capacidad, las horas le dan exactamente igual. Eso sí que es cultura, creatividad, progreso, saber. No el sudor. Y todos tenemos cosas que hacemos con el mínimo esfuerzo. O incluso sin él: por amor a otros, o a la vida y a la belleza, y aunque sea un sudoku. De ahí, de la gracia, puede salir lo mejor. No por fuerza del ‘efecto Camacho’ (entrenador de fútbol, no entraré en detalles).

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios