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Decíamos ayer mismo que la recientemente fallecida actriz valenciana María Fernanda D'Ocón está instalada en la memoria de los espectadores más adictos a la TVE de los 70 por su personaje en el delirante espacio infantil de La mansión de los Plaff.
Era un programa experimental cuando en la cadena pública del monopolio se destinaba a los niños una quinta parte de su exigua programación. Los ahora cincuentones éramos felices con esos ratos pensados para la generación de la prosperidad. Nos decían por entonces que "teníamos de todo". Tal vez, comparado con todo lo que vino después, era más bien que no necesitábamos más. Y no nos hacía falta más, realmente, en aquellos momentos.
D'Ocón participó también en uno de los grandes telefilmes de la historia de TVE, un relato gótico con apariencia de chascarrillo costumbrista en el que un mediocre ciudadano cumple con su viejo deseo de tener un televisor en casa. Es tal su obsesión devocionaria por la pantalla que el móvil, perdón, el televisor, le arrastra a las alucinaciones y la autodestrucción. D'Ocón era la complaciente esposa del apocado administrativo (Narciso Ibáñez Menta), la que intenta mantener la cordura en la familia hasta el último momento, en que todo se va a pique.
En El televisor Chicho Ibáñez Serrador produjo un sarcástico homenaje a la TVE de su tiempo como director de programas, desquitándose así de la mala experiencia que tuvo con los dirigentes que no querían una radiotelevisión a la altura de los países democráticos. En una de sus bromas macabras rescató así Historias para no dormir en 1974 para burlarse de la mojigatería y pedir así a los espectadotes espíritu critico y exigente. El televisor nunca ha sido una amenaza. La pantalla es mala según cómo se use. Pese al tópico, nunca hubo cajas tontas: sólo hay creadores y directivos idiotas y espectadores impresionables.
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