Es cierto que los homenajes en vida tienen algo de macabro sobre todo porque se producen al atardecer de la vida de los homenajeados, pero lo cierto es que los que se hacen cuando la persona ya es historia tienen algo de especial morbo.

En el caso de Jerez, son muchos los que, hoy en día, esperan un homenaje. Son esas personas que viven para que les adulen, que se levantan cada mañana pensando que son acreedores de alguna que otra medalla, algún premio o una de esas placas de alpaca que tienen a bien entregarse cuando las hordas de fanáticos se dedican a mariposear y alegrar los oídos de algún que otro personaje. Son los mismos que niegan tener valores dentro de su familia o de su entorno más cercano o que tienen por bandera el aparentar y presumir sin más detalles a cambio de acostarse cada noche jerezana con malas digestiones, con sueños macabros y despertares de esos del peor sabor de boca que se conozca.

No en vano, los homenajes entre humanos solo se dan cuando alguien alcanza algún nivel de popularidad, tienen a bien representar a un colectivo o un municipio o cuando se fallece de manera que deja dudas entre sus coetáneos sobre el apoyo humano dado en vida. Desde la más increíble de las pesquisas podemos pensar que las inauguraciones de museos como los de Rocío Jurado, Camarón o Lola Flores, tienen de reconocimiento personal lo mínimo exigible. Son más bien una forma retorcida de dar palmadas en las espaldas de las familias. De buscar réditos políticos municipales en las urnas. De hacer que la anécdota obtenga el valor de lo sustancial.

Saber justificar y razonar bien un homenaje y ser ético y responsable a la vez es un valor en recesión que, ante el viernes que se avecina, hace que los mejores dolores a homenajear sean los de los partos de esas madres que fueron capaces de parir personas especiales. Lo demás sobra.

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