En una ciudad como Jerez, donde fue predominante durante el Barroco la influencia sevillana y que en el XVIII vive la eclosión de talleres locales de escultura de gran actividad y proyección comarcal, la llegada de obras de otras escuelas y focos hay que juzgarla como excepcional. Con todo, en el citado siglo los contactos con artistas de la zona malagueña, sin ser frecuentes, parece que resultaron más significativos de lo que se creía. Así, al principal escultor de la Málaga del momento, Fernando Ortiz, se le encomendó la imaginería del retablo de la capilla del Sagrario de San Miguel y sus excelentes ángeles lampareros. Más allá de ser un caso anecdótico, hoy sabemos que Jerez no estaba muy alejada de áreas de asiduo trabajo de los maestros malacitanos, como son la Sierra y el Campo de Gibraltar. Uno de ellos, Antonio Asensio de la Cerda dejó piezas firmadas en Benaocaz y Olvera. En este sentido, en el convento de San Francisco se veneró hasta mediados del pasado siglo XX una curiosa talla de Nazareno, estrechamente relacionado con la producción de Asensio de la Cerda. Aunque llegaría a presidir un retablo en la iglesia franciscana, cayó en el olvido y, por desgracia, fue cedido al Santuario de Regla de Chipiona, donde ahora permanece. Este bien perdido del patrimonio jerezano lo he dado a conocer en el último número del Boletín de Arte de la Universidad de Málaga.

Y alguna escultura más podría añadirse a la nómina, como la Divina Pastora de Capuchinos, relacionable con el más tardío Salvador Gutiérrez de León, si tenemos en cuenta los recientes estudios de Flores Matute, quien atribuye a este imaginero obras con grandes analogías formales, como la Inmaculada del Instituto Luis Aguilar y Eslava de Cabra.

Los avances en la investigación sobre esta parcela artística nos seguirán dando más sorpresas, sin duda.

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