Como tantos otros compatriotas, Giovanni Battista llegó a España buscando la opulencia del comercio americano. Pero era sólo un niño. Un niño que debía aprender un oficio con que ganarse la vida en una tierra extraña. Entró en el taller de un escultor cuyo nombre desconocemos pero que compartía con él su mismo origen. La populosa colonia genovesa gaditana allanó la llegada de un buen número de escultores desde la italiana Liguria a la floreciente Cádiz y su entorno. Sin embargo, el maestro de Patrone tenía una desordenada vida errante que le llevó a pasar temporadas de trabajo en Málaga. Allí el joven escultor se cansó de tanto ajetreo y tomó una decisión drástica: se haría capuchino. Pero tras ser destinado al convento sevillano de esta orden, su existencia da un nuevo vuelco. Cuelga los hábitos y se lanza a trabajar definitivamente como imaginero. Su matrimonio con una Acosta, perteneciente a la célebre e influyente familia de retablistas y escultores, le abrirá las puertas de una clientela amplia, tan extensa como la archidiócesis hispalense.

Entre las últimas décadas del Setecientos y las primeras del Ochocientos, la imaginería de tradición barroca se resistió a desaparecer. La religiosidad, en el fondo, seguía siendo la misma. Y Juan Bautista tuvo éxito con sus imágenes pasionistas, sobre todo, crucificados, y sus Niños Jesús. Sería el caso del Niño de la jerezana Virgen del Carmen, uno de los mejores que talló. Obra dinámica, llena de viveza, no consigue pasar desapercibida pese a la magnética mirada de su Madre y su recargado aderezo. Sin duda, una talla infantil tan grácil y atrayente sólo pudo salir de las manos femeninas de La Roldana, dijeron algunos, y siguen diciendo, obsesivamente. Sin embargo, su estilo delata otra gubia. La de otro escultor ignorado, Juan Bautista Patrone. Otro artista por redescubrir.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios