Antes de comenzar mi historia, quiero expresar mi aprecio hacia todos aquellos que, por su comportamiento y porque cumplen con los principios que predican, son dignos de respeto.

Érase una vez un niño como otro cualquiera que estudiaba en una escuela como otra cualquiera. Era inocente, estudioso a veces, como muchos niños. Era dulce, fino, delicado, y despertó sus instintos. No fue necesario que cogiera un catarro desgraciado. Podían ser muchas otras las circunstancias, pero esta ayudaba mucho. Él, que se ocupaba por entonces de la enfermería, no vaciló en cuidarlo. Lo guardaba celoso, lo encerraba con llave no fuera a contagiar a sus compañeros, pero por la noche lo visitaba para administrarle una medicina que estaba seguro de que lo sanaría. La nocturnidad y la impunidad favorecían la terapia. El primer día le llegó por detrás, con una mano que no dio resultados, pero pronto encontró el artefacto adecuado que le introdujo, desgarrándolo, en un orificio pequeñito, mientras rezaba sus oraciones, las completas, esas que daban fin a las horas canónicas del día. Y sufrió sus agravios y, aunque pidió auxilio y lo contó todo, no encontró apoyo. Aquellos que predicaban pureza y castidad se negaron siempre a admitir la culpa de uno de sus correligionarios, hasta que un día el niño se hizo mayor y lo contó a los cuatro vientos. Era aquella una pandemia y lugares hubo en los que se admitió que muchos eran los contagiados. Pero en aquel hemisferio en el que el niño vivía, los encargados de acabar con las bacterias que afectaban a los suyos se negaban a aplicar la vacuna adecuada. Era no solo una, muchas las vidas inocentes que exigían, ante la impasibilidad de quienes podían vengarlos y se negaban a ello, justicia y reparación.

No son un caso de memoria histórica ni solo cifras: tienen nombres.

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