Laita, Pacheco y los locos de letras

In Memoriam José Ignacio Laita, fallecido la pasada semana

Hace unos pocos días, tuvimos noticia del fallecimiento de José Ignacio Laita de la Rica, un recordado profesor para algunos jerezanos que, hacía ya bastantes años, se había distanciado de la ciudad en la que recibimos sus enseñanzas. Tras su etapa de docencia en el Colegio Ntra. Sra. del Pilar, tuvo una posterior larga etapa vital y profesional que lo llevó a ejercer de párroco en una plaza no precisamente fácil, como fue la del barrio de La Atunara de La Línea de la Concepción. Con posterioridad, obtuvo plaza de catedrático de griego en la enseñanza pública, y ejerció la docencia en el Campo de Gibraltar y, especialmente, en la localidad de San Roque, en el Instituto Castilla del Pino, del que fue su director durante muchos años. El ayuntamiento de esa localidad lo nombró Hijo Predilecto en 1998 y, tras su muerte, declaró dos días de luto oficial. Ignoro cuántos de los que lean esto recordarán al profesor que, en los años que nos enseñó en Jerez, era para nosotros el Padre Laita, pero estoy seguro de que sí que lo tienen presente los "locos» que, en el cambio de la década de los sesenta a los setenta, cursamos el bachillerato superior de Letras en el Pilar.

Se hace necesario aquí una contextualización: que un chico estudiara Letras en aquel tiempo era visto como una rareza: no era la opción más elegida, de hecho, de los dos grupos de bachiller con que contaba el colegio (unos setenta alumnos) solo fuimos ocho los que tomamos ese camino. Lo normal era ser de Ciencias y a nosotros se nos miraba con extrañeza. Realmente, no era para tanto, estudiábamos latín y griego, en vez de matemáticas y física y química. El resto de las asignaturas eran comunes. Pero de lo que los compañeros de Ciencias nunca se enteraron es de que el hecho de constituir un grupo minoritario nos convirtió en auténticos privilegiados.

No se entendería tal condición sin el concurso de los profesores que, de forma casi exclusiva, tuvimos la suerte de tener los de Letras. Ellos fueron el citado Laita, que nos impartió latín, y el padre Antonio Pacheco -aún en el colegio y en excelente estado de forma- que nos dio griego. Asumo que, transcurrido medio siglo, cualquier valoración de la enseñanza que recibimos de ellos pueda resultar fuera de lugar, conscientes como somos de los cambios que se han producido en la enseñanza, en los currículos y en la forma de impartirlos, lo que pienso que no está para nada reñido con la expresión de mi más sincero agradecimiento hacia su magisterio.

Porque tengo para mí -y es una opinión que de seguro que comparten mis compañeros de aquellos cursos- que el aprendizaje de esos años resultó determinante en nuestra mente y en nuestro desarrollo intelectual posterior y, además, de una forma concluyente. No estudiamos matemáticas, pero teníamos la lógica y el análisis estructural de la sintaxis, el bagaje de los clásicos, sus textos y el ejercicio de su traducción, que, desde luego, no era poco. Pero, sobre todo, estaba la forma de transmitir esos conocimientos, con cercanía y exigencia y fomentando una curiosidad para la que en esos años éramos tremendamente receptivos. Pienso que si, en mi formación posterior o en mi carrera profesional, he logrado tener algo de capacidad crítica o analítica mucho tiene que ver con esos años de construcción tan importantes.

De origen vasco, recuerdo a José Ignacio Laita como una persona especialmente adusta en aquellos años, tímido y algo circunspecta, con una aparente severidad que ocultaba calidez y una pizca de humor en ocasiones, aunque no era precisamente fácil sacarle una sonrisa. Seguí su trayectoria un tanto a distancia y siempre me inspiró un gran respeto. Descanse en paz.

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