Felipe Ortuno M.

María de la Soledad

Desde la espadaña

22 de mayo 2024 - 00:00

María Soledad, con casi noventa años, me recibe con los brazos abiertos. Tiene una casa confortable: mesas adornadas repletas de fotografías, sillas ordenadas y limpias, sofá para las visitas, tiene de todo, no le faltan cosas, ninguna cosa, y a todo lo trata con cariño. Mira, me dice, este reloj de pared nos lo regalaron el día de nuestra boda ¡cómo le gustaba a Fede escuchar sus campanadas! Cuando toca le veo a él comparando las campanadas con su reloj de bolsillo ¡en punto, si señor! Como si el suyo fuera la medida exacta del tiempo. Mira esta foto, me indica -colocada sobre el aparador principal del salón- es de la graduación en medicina de mi hija Lydia ¡qué lista! Aquella otra de mis tres hijos varones, Fede, como su padre, Antonio, como su abuelo y Santiago, el pequeño de todos, que le pusimos así en recuerdo de la peregrinación que hicimos al Apóstol. Los dos mayores ingenieros y Santi profesor de matemáticas ¡Qué guapos! ¿verdad? En el retrato de la pared estamos todos. Me dice con orgullo.

Sois quince –le digo. Bueno, falta Pilín que se me fue al cielo con siete añitos¡Era un ángel! Cuánto me acuerdo de ella ¡Era tan dulce! ¿Te he dicho que tengo nueve nietos? Y así, sin faltar detalle, me va relatando los sentimientos de cada rincón de la casa, como los antiguos maestros que con el puntero señalaban la pizarra: esta cosa, la otra, la de más allá. A todo va dando sentido. Porque todo lo que le rodea tiene una historia de amor, un nombre, una emoción encerrada.

Me va abriendo el cofre de su casa, con delicadeza, con los ojos vidriosos a veces, con el temblor de la ancianidad que tiene la vida. Hay un rincón, sin embargo, muy especial. Ven –y me lleva– abre ese mueble. Sí ése. Me allego a una especie de bargueño. Es precioso, le digo. ¿Sabe que los bargueños toman el nombre del pueblo de Bargas en Toledo? Eso no importa –me espetó, como teniendo prisa por ir a lo más importante. Ábrelo. Abro una doble puerta y aparece un retablo de minúsculas dimensiones. Parece que se le iluminara la cara de felicidad. Esto es magnífico, un pequeño retablo con reproducciones de tablas flamencas en miniatura. Ella sonríe y casi con nerviosa impaciencia señala con su temblorosa mano y me pide que lo vuelva a abrir. Así lo hago, de nuevo tiro del retablo que se abre en dos, como las dos compuertas anteriores.

De manera mágica aparece ante mí un tríptico de una virgen con el niño en sus rodillas flanqueada de dos alusiones a la vida de María: su gravidez y la anunciación. Dos momentos de soledad y plenitud representados en dos pulcras miniaturas, como si Fra Angélico lo hubiera pintado, ¡qué maravilla! Sigue, sigue –me insta. ¿Qué hago? –Abre, abre… Le obedezco, casi con recelo, y hago lo que me pide. Tiro del lateral del cuadro central y se abre ante mis ojos un nuevo misterio de belleza. Sus ojos también brillan impacientes, dos lámparas encendidas, como los niños cuando abren un regalo. Una especie de baldaquino de orfebrería miniada sostiene en el centro una magnífica urna de cristal en cuyo interior parece contenerse un trozo de algo insospechado y oscuro.

Cuando me doy la vuelta para preguntarle, la encuentro arrodillada y recogida como si estuviera asistiendo a una visión mística. Me conmuevo un poco al verla así y me explica, casi sin darle importancia, con una dulzura portentosa: El Lignum Crucis. Vuelvo la vista al centro del bargueño y hago la señal de la cruz de la impresión que tenía. Quedamos en silencio un buen rato, sin más razones que la que allí se manifestaba.

Saqué de mi bolsillo interno el pequeño sagrario que llevo para la comunión de los enfermos y lo situé junto a la reliquia del Señor. No dijimos nada. Era el momento exacto para la comunión que venía a ofrecerle. Rezamos el Confiteor, Pater noster, qui es in coelis, Agnus Dei… tomó la comunión y después de un silencio confortador le ofrecí la Bendición. Para eso había venido, y allí estábamos, los dos, callados, mirando la maravilla que se había revelado en el mueble, la misma que ahora estaba contemplando en su vida interior de creyente.

Me fui sobrecogido por aquel encuentro inesperado, por aquella mujer solitaria que guardaba en su casa un tesoro inimaginable para cualquier profano. Vivía sola, como su propio nombre, María Soledad; pero escoltada del mejor acompañante que se pudiera tener.

Aquella tarde no continué la visita acostumbrada, me fui a mi cuarto a vivir la soledad de otro encuentro que también me estaba esperando. La sencillez de María Soledad me había impresionado más que todo las maravillas que la rodeaban, más que el baldaquino en su brillantez. Ella estaba allí dentro, en el joyero delLignum Crucis, en la reliquia, que le guardaba, que la sostenía en esa soledad con la que la habían dejado su fantástica familia numerosa.

Fue a la semana siguiente cuando me enteré, por azar, de que la habían encontrado sola y sin vida. Unos vecinos se percataron de su ausencia cuando, pasados dos días, no la vieron en el jardín, como era su costumbre, dándole de comer a los gatos y a los gorriones que la acompañaban. Murió sola, junto al bargueño de su corazón. Mañana será el sepelio, y yo no quiero acompañar las lágrimas de quienes estuvieron ausentes en su soledad.

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