Quien se aclimata, es porque condesciende. Quien lo hace sobrevive, como las cucarachas, aclimatándose a cualquier adversidad. Vean si no: universales, omnipresentes y asquerosamente familiares. No le duelen prendas, porque la secuenciación de su genoma explica parcialmente su exitoso ajuste a todo tipo de entornos y su resistencia a los intentos de acabar con ellas. Se adaptan, eso es todo. Su biología es inteligente y por supuesto cumplen su función.

Sólo hay una especie en el mundo incapaz de adaptarse, aunque paradójicamente se perpetúe. Se trata del hombre orgulloso. Su jactancia lo invade, lo arrasa y lo transforma todo. Este tipo de personas están siempre a la defensiva, y a la mínima se sienten heridos y altamente dolidos. No es fácil hacer vida, dialogar o llegar a acuerdos con quien se deja llevar por el engreimiento, por esa actitud que todo lo enrevesa y complica. No ceden ni al invierno ni al verano. Consideran su majadería más que el razonamiento ajeno y no hay manera cristiana de hacerles bajar del burro. Si se les infringiera un mal llevarían el agravio hasta espacios infinitos, ni olvidarían ningún matiz de cuanto les hubiera sucedido.

De ahí que del orgullo se derive el rencor, y del rencor la imposibilidad fáctica de una marcha atrás conciliadora. De estos abundan por doquier, recordando a cada instante el infeliz pasado, siendo infelices ellos y haciendo desdichados a cuantos con ellos conviven. No pueden avanzar, está claro. Lo mismo digo de una sociedad anclada en el recuerdo dañino, rencoroso y vengativo. Varados en la ciénaga de la memoria histórica sólo aflora la intransigencia extremista, sólo brota el rencor angustiante que puede volverse crónico.

Llevamos demasiado tiempo enojados con la mal llamada memoria histórica: mucho extremo, mucha polarización, poco acuerdo y, quién sabe, si hasta odio por los cotidianos lares de la presente convivencia. Las políticas extremas, con sus descalificaciones constantes, no hacen sino obstaculizar cualquier intento de reconciliación, generando, con su provocación, una sociedad rencorosa, biliosa e intransigente. Por ahí, no. ¿No os dais cuenta de que el rencor carcome incluso al que lo padece? Es como tener un clavo ardiendo entre las manos, que, con la idea de arrojarlo al otro, termina, sin embargo, quemándote a ti.

La rabia, el odio y el malestar no se gestionan tirándoselo a los demás; hay que negociar de otro modo más empático y eficaz. No podemos consentir que tal sentimiento autodestructivo, que ocurre en las patologías personales, también se instale en la sociedad, solo porque haya gestores públicos incapaces de proponer inteligentes políticas de perdón. Todos podemos tener un clavo encendido en el corazón: la guerra ha dejado esas secuelas incandescentes marcadas en el seno de todas las familias. ¿Dónde situar ahora la razón de lo perdido? Las frustraciones de los conflictos pasados no pueden ahora enervar los ánimos de los nietos, de generación en generación, por siempre jamás, y vuelta a empezar.

Con esa sensación permanente de rencor es imposible 'volver a empezar' (J.L. Garci). Es nocivo para la salud mental mantener pisado el acelerador del tiempo, ese Leviatán omnívoro y omnímodo, que todo lo engulle y tritura. Precisamente por eso mismo hemos de cambiar, para darle al crono el verdadero significado y no dejar que la maldita arpía del rencor atrape nuestro corazón.

El rencor es un óxido que debilita la estructura de nuestra identidad; y es tal su perversidad que 'el resentimiento se deleita de antemano con un dolor que querría que sintiese el objeto del rencor' (Albert Camus). Nuestra historia presente no se puede convertir en la caja fuerte que guarde los desmanes del pasado, el agravio de la guerra y la ofensa incurable de nuestros abuelos, que en gloria estén (+). Blindarse a la reconciliación es reactivar el rencor, insistir en el daño moral comprimido que sólo lleva tristeza, rabia y odio. No, por favor. No a las venganzas solapadas en leyes arbitrarias que resucitan lo peor de nosotros, no a que se devuelva la moneda de la deuda, y no a buscar el resarcimiento de la muerte que nos llevaría a la compensación de lo mismo: la misma moneda, el mismo sufrimiento y las mismas condiciones, y vuelta a empezar.

Esta es la dinámica de la memoria del rencor que se cierra en el círculo vicioso de sí misma. Sellemos etapas para recuperar el equilibrio emocional. El estar conmigo o contra mí no deja de ser un planteamiento prehistórico y enfermizo, carente de estructura neuronal que, además, impide tregua alguna, ni para sí ni para nadie. Las personas rencorosas necesitan trasladar la mirada al presente. Alimentarse en exclusiva de los recuerdos negativos del ayer entorpece la oportunidad de vivir con libertad. Insisto, aún estamos a tiempo de recuperar la memoria gozosa para desechar la embadurnadora memoria del rencor exasperante. De otro modo, nos sobrevivirán las cucarachas.

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