Mujer tenía que ser. En algún momento la había oído; la frase estaba ahí. Como siempre, para denigrarla, para calificar lo que, según ellos, era defectuoso. Mujer tenía que ser. Limpiaba suelos ajenos con asperón y de rodillas, cuidaba de la casa y de los rapaces. Él, cuando volvía del trabajo, se desquitaba en la taberna. Al regresar, como la cena no estaba hecha, la mataba a martillazos.

Mujeres tenían que ser las que ganaban menos dinero que los hombres en trabajos similares, las que morían en sus manos por algo tan sencillo como era la supremacía de la fuerza bruta o la crueldad de los que se cebaban en los hijos inocentes y eran capaces de quitarles la vida solo por hacerlas sufrir, las que eran violadas al volver a sus casas solas y de noche o cuando a ellos les apetecía. Las que tenían que soportar con una sonrisa en los labios que un mindundi cualquiera les negara el saludo abiertamente cuando ellas estaban por encima a años luz.

Las que tenían que aguantar las ofensas, imperturbables, sin que se alzara una voz masculina autorizada que pusiera las cosas en su sitio. Y que se tomaran en su contra medidas discriminatorias a la hora de desarrollar un trabajo, por su condición civil o sexual. Que gobernaran quienes justificaban todos aquellos desmanes y, sobre todo, los negaran.

Ya no eran los tiempos de aquella Constitución liberal de 1812, que permitía que un esclavo manumitido fuera considerado ciudadano español, pero no ellas, que no eran consideradas como miembro activo de un Estado. Ahora se gritaban consignas que animaban a unirse y a rebelarse contra el estado de cosas vigente.

Mujeres del mundo unidas y solidarias para ser libres. Para acabar con las diferencias, con los géneros gramaticales, con aquella frase desafortunada, porque mujeres tenían que ser.

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