La visita del Papa Francisco a Sudán, el país más pobre del mundo y con el problema de desplazados más graves de África, no ha sido portada de los grandes medios ni ha abierto los noticiarios más señeros. El Santo Padre ha ido a Sudán para ver si de una vez por todas nos damos por enterados del horror que padecen; y eso porque hace tiempo que las guerras que no se libran en Occidente o afectan a los equilibrios globales del estratégico Oriente Próximo, no parecen importar a nadie.

La pobreza alimentaria en África es dramática y la vulneración de los derechos- sobre todo de mujeres y niños-, difícil de describir con palabras certeras. Es la Iglesia la que en su inmensísima mayoría acompaña en su sufrimiento al continente africano porque ve en el drama de sus hijos el rostro de Cristo Encarnado, del prójimo que es el Hermano necesitado. Son los misioneros sus pequeños héroes discretos, los más admirables y los menos imitados. En esta vieja y secularizada Europa nos vamos acostumbrando con inusitada frecuencia a mirar con recelo al otro en cualquiera de sus estados al que deshumanizamos con técnicas cada vez sofisticadas y de la que somos cómplices los creyentes cuando nos empeñamos en vivir un cristianismo sin prójimo y damos por bueno los argumentos de una postmodernidad líquida que nos deja vacía el alma y a la que nos hemos adaptado sin protestar, en casa, en el trabajo, en las relaciones.

La Europa de los Derechos es cada día más rica en conquistas pero a la vez más débil en convicciones, más infantilizada y con una inconsistencia que preocupa, instalada en la renuncia a su acervo cultural para emprender un camino que aún no sabemos muy bien a dónde va, pero que nos hace sospechar que a ningún sitio mejor del que veníamos. Este viaje no ha sido otro más del Santo Padre, aunque a algunos se lo parezca.

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