Felipe Ortuno M.

Pentecostés

Desde la espadaña

Me gusta el Espíritu Santo porque sencillamente habla sin imponerTiene el lenguaje de todos los idiomas, y de él saben quiénes a él se confían

28 de mayo 2023 - 00:00

Saben mis amigos de la devoción que profeso por la invocación al Espíritu Santo. En cada reunión, si procede, acudo a tan pulquérrima secuencia que se puede encontrar, además de en los libros litúrgicos, en Google, como casi todo hoy, con sólo invocarlo: ‘Ven Espíritu Divino manda tu luz desde el cielo’. ¡Qué bella oración y cuánta paz trasmite al proclamarla! El quincuagésimo día desde la Resurrección viene el Espíritu Santo, de ahí Pentecostés. Florece hoy, porque no es cosa de ayer, y alienta la vida, que para eso es soplo, viento y respiración de fe.

Me gusta el Espíritu Santo porque sencillamente habla sin imponer, más bien sugiere en forma de murmullo y pasa acariciando lábilmente la frente del creyente. Es fuego que no quema, anima la sangre y enamora, aviva la luz y no apaga el pábilo vacilante, mima la debilidad con ternura y alegra la llama del fanal. Te franquea abrazando, dando consuelo en la pena, imperceptible, como si tal cosa, sin molestar, hablando al oído, quedo, progresivo, suave, manso, blando, con ese agradable modo que poseen las madres para apaciguar el llanto ¡Ea, Ea, Ea! Extiende sus alas protectoras y abriga a los polluelos contra su pecho. Me gusta el Espíritu ¿Qué sería de la Iglesia sin él? Sólo una vieja achacosa con recuerdos del pasado.

El Espíritu blande como un rayo sobre la faz de la tierra, luz y energía penetrando las articulaciones de la historia. No se ve; se siente, como el olor de tierra mojada después de una tormenta, como la dama de noche que embriaga floreciendo en primavera. Insufla los pulmones de vida, inspira y espira, a compás, hasta relajar el cuerpo y hacerte descansar el alma. Hay que ir a él, sin duda, para que alivie, apacigüe la descompostura que tanto abunda en el acontecer diario, ‘fuente del mayor consuelo’, origen de confortación en esa noche oscura que siempre acecha, y apoyo firme cuando hay derrumbamiento. Él es amoroso; porque, de no ser así, sólo sería efluvio de borrachera o ilusión vana de epidermis caprichosa. No, él es hondura callada, trabajo constante y humilde manifestación. Por eso es creíble, porque no te obliga en el esfuerzo, ni en el débito te oprime, ni se recrea en las lágrimas, al contrario, ‘te reconforta en los duelos’, da descanso en el esfuerzo y protege con su brisa de la canícula de fuego. Lo envía Jesús, por ser esa Persona que, entre Padre e Hijo, saca provecho de ambos, como pasa con la fricción entre cuerpos, que sale de ellos la energía y el calor. Así sucede con este huésped trinitario, que va penetrando el alma con su presencia.

Reconozco que necesito de su aliento, como tierra agostada, sin agua, como el enfermo la salud, como el huérfano de madre. ¿Acaso no somos seres carentes desde el nacimiento? ¿Quién sino ha de llenar tanto vacío? ¿Qué somos entonces ‘si él nos faltas por dentro’? Reafirmo mi complacencia con el Espíritu, por su fuerza de libertad insuperable e insuperado: sopla donde quiere y como quiere, inasible, por más que le hayan intentado encadenar a lo largo de la historia. Se ha manifestado con quien ha querido y ha roto juicios, prejuicios, esquemas y prevenciones. Ahí sigue, dando por saco a quien le quiere atrapar, guerreando contra los soplagaitas del Templo o de la calle. Sabe de la vida, por ser camino y sendero; sabe de la muerte, por batallar contra ella ‘dando calor de vida en el hielo’. Tiene el lenguaje de todos los idiomas, y de él saben quiénes a él se confían. No necesita más traducción que la del latido: sístole y diástole de toda esa gente que aún tiene corazón. Sopla donde quiere, hace lo que quiere y se posa donde más le conviene, yendo más allá del criterio castrador de los poderes constituidos. Razona con inteligencia sentiente, piensa de manera distinta y vuela: ‘vuela amigo, vuela alto, no seas gaviota en el mar. La gente tira a matar cuando volamos muy bajo’.

Es fuego, aire, agua, tierra…brasa del corazón que purifica, lluvia que fructifica, gota que quita la sed, cobijo, manto protector y auxilio… Todo, menos esclavitud y cadena. Todo, menos el tosco, romo y chato criterio de nuestra materialidad.

Sólo un horizonte inasible puede contener la certeza de su infinita presencia: un amanecer, un atardecer, una luna, una estrella, quizá la mirada de una inocente criatura, o, acaso, el abrazo de quien te quiere con frenesí. Ignacio Hazim, antiguo patriarca ortodoxo griego de Antioquía (1920-2012), lo expresó de manera inimitable: “Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo permanece en el pasado, el Evangelio es un libro muerto, la Iglesia es una organización, la autoridad es sólo dominación, la misión es propaganda, el culto es un encantamiento, y la acción cristiana es la moralidad del esclavo. Pero con el Espíritu Santo el cosmos se eleva y gime en los dolores de parto del Reino, el Cristo Resucitado está allí, el Evangelio es la fuerza de la vida, la Iglesia es la comunión trinitaria, la autoridad es un ministerio liberador, la misión es un nuevo Pentecostés, la liturgia es recuerdo y anticipación, la acción humana es glorificada.” ¡Ven Espíritu Santo y renueva la faz de la tierra!

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