Hoy, época de conocimientos e información, en la que deberíamos racionalizar la vida, se ha convertido todo en emocional. Se producen sensaciones que se venden y se compran como churros. La política maneja todo desde el emocionalismo, los ciudadanos aceptamos su lenguaje y sólo nos movemos por apreciaciones epidérmicas y sensoriales.

El espíritu crítico, que supuestamente debería recorrer nuestro siglo, brilla por su ausencia. La manipulación es cómoda de aplicar a mayor número de ciudadanos.

Si a esto añadimos la insatisfacción económica que invade la sociedad, el sentimiento se acentúa y la visceralidad toma las calles y el Congreso. La falta de análisis crítico, que se manifiesta en emoción, la saben utilizar muy bien los manejadores de turno para provocar descontentos pasionales, que acepten, sin análisis, promesas imposibles para cualquier razonamiento cabal.

El populismo toma cuerpo descabezando la lógica crítica e introduciendo razonamientos epidérmicos, que suenan bien, aunque no lleven a ninguna parte. Se necesita para ello gente frustrada, inestabilidad laboral, incapacidad económica para llegar a fin de mes, decepcionados de solemnidad, vulnerables mentales capaces de tragar cualquier tipo de monserga mitinera sin espíritu crítico y, sobre todo, mucho idealismo fantasma con el que sea fácil llevarse de calle a los jóvenes que militan en el nirvana indeterminado de la promesa.

Con esta masa de gente a la deriva se puede llegar a la deconstrucción de cualquier estado de derecho; sencillamente porque el orden social establecido no responde a lo que ellos consideran justo y satisfactorio. A partir de aquí, vendrá la política emocional sobre la institucional.

Hoy, sin ir acullá, asistimos al triunfo y manipulación de los instintos emocionales, cuando, bajo supuesta humanidad, se presentan leyes de desalmada legalidad democrática. Se quiere cambiar la ley al grito de indignación y no bajo la razonabilidad del estudio analítico, crítico y de derecho. El escrache, sin arbitrio parlamentario, se ha convertido en el organismo que impone las propuestas de ley. No importan los procedimientos legítimos institucionales y se busca el emocionalismo social de la 'masa media acrítica', el grito irracional de las barricadas, que alentados por líderes carismáticos (con mucha cara) abominan todo lo que huela a 'tradición'.

En la política se han introducido los programas del corazón. La figura de pasarela y relumbrón, el guaperas de turno, los links y el 'me gusta' importan más que la objetividad legal. La ley - (dura lex sed lex) - se ha convertido en un elemento represor para quienes no quieren acatar los principios que sirvieron como conductores de lo que ahora somos. Destruir es la consigna: la revolución por la revolución, echar a bajo todo cuanto no sea del gusto emocional, la buena voluntad o el subvencionismo instituido. No interesa un estudio económico serio de proyección estructural y prudente, sólo el resultado de las encuestas inmediatas, además de manipuladas; poco importa la planificación conjunta, sólo la derrota de la oposición. Las sustanciosas nóminas soñadas, y logradas, afectan más que el sistema democrático representativo.

La bicoca negocia mejor que los problemas del pueblo representado. La política sentimental, con tintes de rancia revolución, se ha situado frente al Derecho y las instituciones, como si éstas fueran instrumentos de represión de los ciudadanos. Esgrimen el argumento 'voluntad del pueblo', como si eso significase algo. Quieren cambiarlo todo a golpe de consignas mágicas, como el 'pensamiento Alicia' (Gustavo Bueno) que cree transformar las cosas con tan solo gritarlas por las calles. Todo se les va en consignas y emoción.

Desgraciadamente, este tipo de política ha tocado pelo y ahora nos tiene de sobresalto en susto, de despropósito en desatino, con leyes infumables y desastrosas. Gente bisoña jugando con pólvora, atizando brío a gases inflamables, incitando, sin responsabilidad, la peligrosa deflagración social. El romanticismo político, como 'la rosa del azafrán, es una flor arrogante, que brota al salir el sol y muere al caer la tarde', no tiene consistencia alguna.

Juegan con los sentimientos del pueblo, contra el Estado de Derecho y contra la regla constitucional, pudiéndonos abocar a una regresión histórica de enfrentamiento fratricida y desolador. Los mítines electorales, que ya están en marcha, abocan al enardecimiento popular; y deberían sujetar tanto sus furias como apaciguar sus contenidos. Es responsabilidad de los políticos que así sea, si es que no queremos algaradas inminentes. Más tertulias, diálogos, análisis; menos descalificaciones y enfrentamientos. Que aquellos, que teniendo en sus manos las riendas de la nación, propicien paz racional y mengüen proclamas de sentimientos tóxicos y pasajeros, que, a nada que se descuiden, pueden emponzoñar la violencia cainita que va de generación en generación.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios