Felipe Ortuno M.

Sano escepticismo

Desde la espadaña

29 de mayo 2024 - 00:45

Es tal la turbación a la que nos vemos sometidos, y tan grande el ajetreo mental que nos produce el presente, que la tentación a la desidia se vuelve tolerable, si no fuera porque la campana del despertador aguijonea con la responsabilidad. Necesitamos ataraxia, disminuir la turbación y relajar la disposición de ánimo. ‘Nada te turbe’, decía Santa Teresa, y otros muchos menos devotos, que exploraban los mismos o parecidos senderos, en busca de la paz interior y el apaciguamiento necesario. Ya el arcaico Sócrates con su sabia ignorancia buscaba algo de sosiego emocional. Seguro que ustedes también; yo, desde luego.

El equilibrio mental se pierde con mucha facilidad si la adversidad se ceba en demasía: la familia, los trabajos, las hipotecas, las políticas beligerantes, las enfermedades; sin contar a esa, cada vez más frecuente, legión de cretinos y mentecatos que surgen y prenden la mecha de la explosión. Qué difícil se hace permanecer imperturbable ante los sucesos hostiles y los individuos exasperantes.

Se precisa cutis de paquidermo que aísle de la inclemencia, o buscar una postura sana que permita mantenerse en pié ante tanto gilipollas suelto que asedia y lo embrolla todo. Me explico. Un buen paraguas sería un aceptable comienzo: que dicen, que digan, que hablan, que hablen. Yo quieto, mientras no profieran palabras insultantes. Difícil, pero posible; permanecer inalterable, que es de sabios. En segundo lugar, dudar de todo juiciosamente, con ese genio maligno al que se refería Descartes, que daría buena interpretación científica.

Comprendo el chorro de preguntas que ello provoca. No es mala cosa, si, a la vez, somos lentos en aceptar cualquier respuesta. Porque las promesas políticas, por ejemplo, nos llevarían a Jauja; otra cosa es el cómo las realizan o si sean o no creíbles. Duda metódica, por tanto. Aconsejo lentas aceptaciones de todo cuanto pasa a nuestro alrededor, que será o serón. Tercero, conviene pararse en lo perogrullesco, sentido común para calmar el ánimo que nos desalienta: ‘a la mano cerrada se le llama puño’ y que no te vengan con monsergas, mientras no llegues al extremo de no creer en nada, ni vayas al otro extremo de creerlo todo, como el síndrome de la mente abierta, que aceptándolo todo no se examina nada, y de estar tan abierto se te puede caer el cerebro. Siempre habrá un ‘in medio virtus’ que apacigüe el enredo.

Es sano ser un poco escéptico; pero con criterio y no porque cualquier cosa sea aceptable. Vengo a defender una actitud, una manera de reaccionar ante las cosas para que no te provoquen más dolor del necesario. Consistiría en promover una virtud de resistencia ante el adoquín global que pretende hacernos comulgar con ruedas de molino a base de endilgarnos, por ejemplo, el catecismo de la agenda 2030, como si en ello fuera la salvación del planeta, o del mesianismo de determinados líderes que nos tienen hasta el cuero cabelludo. Y como esas muchas.

Aconsejo, por tanto, cuestionar las cosas, dudar al menos, en el mejor sentido de la palabra, como si de un correo Spam se tratase. El sano escepticismo puede ser un buen cortafuegos a los virus de la existencia, un ejercicio mental y hasta una buena política de defensa para la paz interior y exterior que necesitamos.

Escépticos sí, pero con juicio crítico, habida cuenta de que el juicio nos deja, las más de las veces, en la oscura vela de armas, como le ocurrió a Don Quijote cuando le quiso poner razón divina al principio de su sin razón. Por lo que es conveniente poseer una verdad absoluta capaz de ponerle distancia a tanta sandez que nos afecta; precisamente para que no nos perturbe y tengamos a alguien que nos aleje de esas vicisitudes que producen lucha interna y tedio social. Por ejemplo: ¿Quién aguanta el cúmulo de desatinos que salen todos los días de la fábrica de leyes moncloítas? ¿quién soporta un festival de eurovisión como el tenido? ¿quién unas elecciones tras otras? Sólo un experimentado escéptico, un prevenido y suspicaz filósofo, es capaz de darle a cada cosa su sitio, sin que se le vaya en ello la salud ni el entendimiento.

Basta una sonrisa inteligente para eliminar la locura de tanta contingencia despreciable. Pasa en la vida si haces caso a un imbécil y le das importancia; por lo que no hay mejor desprecio que no hacer aprecio. Santo remedio.

El buen escéptico tiene por medida la desconfianza hacia las pretendidas eficacias o verdades políticas. Sabe de la fragilidad de sus postulados. ¿Cómo no dudar de quien afirma que el gasto público reanimará la economía? Pero no dicen de dónde vienen los recursos. Esto sólo es un ejemplo de falacia colectivista. Tampoco quiero dar a entender que el liberalismo sea el salutífero bálsamo de Fierabrás ni panacea alguna.

Y si esto digo de la política económica, esa ciencia que poco a poco enriquece al que ya tiene y empobrece al que más trabaja; imagínense si propongo la tesis de la confianza en las instituciones democráticas, que tienden a perpetuarse en el tiempo a base de la ingenua convicción de los individuos, esos seres que, incapaces de conocer la realidad, creen que con más o menos votos de hunos u hotros van a solucionar el concepto de la verdad misma.

No digo que todo sea mentira en la política que vivimos; digo que lleva escasa verdad. Siendo esto así, bien merece una distancia aceptable a sus postulados, una desconfianza razonable hacia sus conclusiones y un sano escepticismo que impida cualquier tipo de enfrentamiento entre los ciudadanos de buena voluntad. Sería la actitud inteligente: no dejarse embaucar por la estupidez colectica, evitando así, estoy seguro, convertirnos en el tonto habitual. Sonrían ¡por favor!

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